Como
todos, en los años tempranos de la vida, mi hija es dueña de una máquina del
tiempo.
Yo
la tuve y la perdí, porque es claro que en algún momento hay que perderla y
aprender a convivir con esos minutos de sesenta segundos, de caminar derecho y
aburrido, que van siempre hacia adelante, siempre hacia el abismo, siempre
suicidas arrojados a lo oscuro, con trocitos de vida nuestra entre los bracitos
breves y grititos que no importan.
Pero
Sol aún la tiene y la usa con soltura, y retrocede el tiempo y corrige y
repite; y si la leche está caliente, retrocede el tiempo y ahí va el padre a
enfriarla bajo el agua y la escena se repite con un líquido más tibio, más
amable. O en la noche, con el cuento, repitiendo el mismo renglón hasta
entenderlo, pese a los suspiros del que lee, que no ve la hora del colchón
propio, pero entiende que es parte de esa máquina y no se termina hasta que ya
no se vuelve atrás.
Y
la tele se retrocede y se ve mil veces a ese príncipe llegar al castillo y el
juego de mesa se reinicia hasta que el dado regale el seis furtivo, y sea ella
la que gane, porque quién maneja la máquina del tiempo, maneja todo, incluyendo
las victorias.
Recuerdo
el día que se me estropeó la máquina. Estaba en la casa de mi abuelo y, con ese
asombro tan serio que solo nos presta la infancia, encontré una mariposa
aleteando con los últimos desganos en el cuarto escalón de la escalera infinita
que daba hacia la terraza. Que esa maravilla inalcanzable ahora aceptara
dócilmente mis manoseos era un raro milagro que juzgué correcto compensar con
agua azucarada y una caja de fósforos como cama.
A
la hora, la mariposa estaba muerta. Y no hubo marcha atrás y el tiempo se tuvo
que acostumbrar a correr solo para adelante, inaugurado con mis lágrimas
amargas de impotencia y desconcierto. Después volvieron esas meriendas
enfriadas a fuerza de quejas o los juegos gentilmente entregados por los
adultos para evitar cataclismos, pero ya era tarde. Ya el pasado estaba vedado y
el futuro era el único sendero. El presente era apenas el tiempo para entender
esto.
Sé
que no hay máquina sin fecha de vencimiento y sé que tarde o temprano a todos
nos llega la mariposa que viene a morir en nuestras manos, pero uno, que ahora
solo visita el pasado con las manchas del recuerdo, lo recuerda como un momento
cruel. Tal vez por eso el esfuerzo en remendarle la máquina del tiempo a mi
hija, en aceitarle los tornillos y las juntas, aún a costa de perder en el
juego de la Oca.
Porque
esos minutos que, de pronto, le van a caminar solo para adelante, se van a
parecer mucho a los míos, que ya han llenado mil abismos en sus caídas. Y los abismos, como los minutos, se acaban,
solo para recordarnos que tenemos destino de mariposa.
Ay pero qué bello esto. Cómo es que no lo vi antes. Me hizo llorar. Saber demorarle el momento en que nuestros hijos dejan de ser inocentes debería ser un requisito indispensable para ser padres. <3
ResponderEliminarGracias Valen! Es un texto muy personal y muy sentido. Creo firmentente en cada una de las palabras que puse. Un beso.
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