lunes, 25 de noviembre de 2019

La fidelidad del hincha



Público más fiel que el del Club Atlético Choique Rengo, difícil encontrar”, es la opinión de Lisandro Bueno, respetado periodista deportivo del medio. Hay quiénes se animan a refutar estos dichos rememorando el fervor del hincha de Racing Club, uno de los clubes más sufridos del país y citando, como quien arroja el ancho de espadas, a la multitud presente en la misa dada por el padre Della Barca, allá por 1998, en el estadio Presidente Perón. Toda una marea de gente rogando para que el club no se fuera a pique.

Lisandro Bueno sonríe y resta importancia a sus detractores. Se sienta en el escritorio de su estudio y se prepara para explicar su admiración por los “Pisa uvas”, como se les decía cariñosamente a los hinchas de Choique Rengo, ignoto club mendocino de las ligas menores. Instalado frente a sus apuntes, Lisandro Bueno relata una historia de fanatismo, fidelidad y deporte que logrará conmover al corazón más frío:

“Era un ritual. El pequeño estadio Moisés Aldo Vallejos del Club Choique Rengo tenía capacidad para mil quinientas personas apenas, pero eso no impedía que, cada sábado, los tablones se colmaran de fanáticos que alentaban hasta la afonía, sin importarles el frío despiadado o los calores atroces de la siesta mendocina —comenta, mientras exhibe algunas fotografías de los primeros años del estadio, muy distinto del que hoy se eleva entre los álamos, con más butacas y con un césped sintético que es la envidia de la provincia.

“La gente llegaba dos horas antes del partido. Las delicias de Tulio ʽPinocho’ Rinaldi eran la antesala obligada del espectáculo. Todo estadio tiene sus vendedores. Más que vendedores, son personajes queribles, fauna que nace del ecosistema del fútbol. Banderas, gorras, vinchas, camisetas de calidad discutible, por nombrar los más comunes, son los productos que puede usted hallar en sus manos y que puede adquirir por sumas módicas. En un ámbito más gastronómico, tenemos la pizza de cancha, el choripán y sus versiones gourmet: el vaciopán y el morcipán; los sándwiches de milanesa completos, las garrapiñadas; por supuesto, los caramelos Chuenga, golosina porteña recordada por muchos y, en el caso de Choique Rengo, los empanadas de Tulio Rinaldi. Digo empanadas para simplificar la comprensión, pero Rinaldi se enojaría. ‘Pasteles’ diría, pegando un grito. ‘Pasteles. En Mendoza, no hay empanadas fritas. Hay pasteles’.

“La hinchada soportaba sin quejas hasta una hora de cola para degustar estas maravillas. Desde temprano, ya se podía sentir el cachetazo de la fritura en el aire. Tulio contaba con el apoyo incondicional de doña Elvira, su esposa, al frente de un tacho inmenso de grasa que se sacudía como lava de volcán, donde freía los pasteles. No menos importantes, sus hijos, Marcos ‘El cabezón’ Rinaldi y Juanita, encargados de repulgue y envasado, colaboraban con la empresa familiar.

“Recién cuando los pasteles calientes estaban en sus manos, los fanáticos ocupaban la tribuna. Choique Rengo ponía garra y pasión en el juego, valores altamente estimados aunque insuficientes a la hora de los goles. Sábado tras sábado, perdían con hidalguía y honor ante toda clase de equipos. Sin embargo, la hinchada seguía agitando banderas, en un fenómeno que cruzó las fronteras de Cuyo y comenzó a atraer la atención de las grandes marcas.

 “Los dirigentes de Choique Rengo se regocijaron cuando divisaron a Ezequiel Nerama en una de las pocas plateas del estadio. El motivo de esa presencia ilustre solo podía ser uno: el excelente desempeño de Javier Mayo, defensor, la única pieza que a veces lograba entorpecer a pura pierna y coraje, la lluvia constante de goles de los equipos contrarios. Mayo había logrado algunas buenas notas en los diarios locales y su nombre ya se había colado en las charlas domingueras. El periodismo cuyano lo había bautizado como ‘El muro’. El público, como ‘El único que sirve’.

“Ezequiel Nerama, uno de los más importantes representantes de jugadores del país, conocedor del paño deportivo como pocos, llegó temprano a la cancha para presenciar lo que, para la zona, era un clásico: Choique Rengo contra Club Sportivo El Porvenir. Cumplió el ritual como uno más, pasteles incluidos. Era su modus operandi. Camuflarse entre la gente, aspirar el ambiente local bajo el anonimato y comprender desde el llano cuáles eran los factores que podían inclinar la balanza en el futuro de algún habilidoso. Hizo la fila, como todos, en el puesto de Rinaldi e hizo su pedido. Un colega que estaba cerca pudo relatarme el diálogo que se dio entre ambos:

—Buenas tardes. Media docena de empanadas, por favor.

Pinocho negó con la cabeza, haciendo un chasquido con la boca.

—No vendo empanadas. Si va a pedir, pida bien. Acá se llaman pasteles. Y segundo, media docena no le va a llenar ni el agujero de la muela. Una docena, como para empezar.

Nerama estalló en una carcajada sincera.

—Pero mire que soy de estómago chico.

—No se preocupe. De los doce pasteles, cuatro le van a llenar el estómago. El resto, le va a llenar el alma. ¡Elvira! Docena para el caballero.

“Elvira armó el pedido, sacando los pasteles de la grasa con una espumadera, y Juanita los envolvió en un papel sufrido que, al instante, se puso transparente. Nerama, ansioso, ahí mismo le pegó el tarascón a uno. Hubo una pausa en el diálogo, porque el representante de las estrellas se puso a saltar sobre un pie, con la boca en trompa, mientras soltaba vapor como un géiser islandés. Un asistente le alcanzó una botellita de agua mineral. Al tercer trago, logró hablar nuevamente.

—Esto es una delicia. ¿Qué les pone para qué queden así de jugosas?

“Pinocho se le acercó, dispuesto a la confidencia.

—Primer sudor bovino. Hay que hacer correr a la vaca por horas y, cuando está bien transpirada, usted le apoya trapos en el lomo y los escurre en un balde. Con eso y comino, condimenta la carne.

“Nerama volvió a reírse y mordió otra vez su pastel. Esta vez no se quemó.

—Me está mintiendo, ¿no?

—Por supuesto. Por algo me dicen Pinocho. Si le digo la receta, me quedo sin negocio. Vaya entrando que el referí ya va a pitar. Que disfrute el espectáculo.

“Nerama agradeció y fue a su platea. ‘El muro’ Mayo tuvo una actuación destacada en el partido que, por primera vez en mucho tiempo, terminó en un cero a cero agónico. El representante miró al público y miró a Mayo. Hizo un par de llamadas telefónicas y recibió la aprobación buscada. A la salida, encaró derecho hacia la sede del club. Los directivos, los hermanos Sindich, lo recibieron con honores y una botella de vino patero, producción casera del cuñado de uno de ellos. El diálogo quedó registrado en la memoria del contador del club, Gabriel Capizzano:

—Bienvenido, señor Nerama. Es un honor recibirlo. ¿Un vasito de vino?

—Le agradezco, pero no. Debo retirarme en minutos porque tengo que presenciar dos encuentros más hoy. Vayamos al punto. Creo estar ante lo que los representantes llamamos un diamante en bruto. Hice unos llamados y moví los hilos para poder armar una propuesta que , digo yo, es generosa. Pues bien, este es el trato: El préstamo por dos años de “Torito” Petraglia, actualmente en la B de San Lorenzo, para jugar como delantero; equipamiento por un año para todo el plantel, y con esto hablo de ropa deportiva, pelotas, calzado y material de entrenamiento y, además, esta suma de dinero.

“Nerama mostró un número anotado en su libreta. Los hermanos Sindich abrieron los ojos como quien mira un asado con molleja.

“Es suficiente para remodelar su estadio, hacer baños aptos, confitería y mejorar el estado del campo, amén de la reconstrucción total de tribunas y plateas —acotó Nerama, por si le faltaba un clavo a la ilusión—. Si están de acuerdo, en una semana firmamos. Debo preguntar, sin embargo, porque entiendo la importancia de lo material pero también puedo comprender lo emocional, si no va a haber arrepentimientos. Ustedes vieron que el fanático futbolero es muy fiel.

“Los hermanos Sindich no lo dejaron seguir.

—Ni se preocupe. Tener a ‘Torito’ Petraglia en nuestro equipo es un privilegio que no dudamos se va a traducir en goles. Además, conocemos su trayectoria, señor Nerama. El pibe Mayo va a estar bien en sus manos.

—Rinaldi. Mayo no. A Rinaldi quiero.

—¿Perdón?

—Rinaldi. El de los pasteles. Con la familia entera. Este chiquito, Mayo, está verde todavía. Viene bien, sabe tapar, pero le falta. Igual lo voy a seguir estudiando.

“Los Sindich se rieron.

—¿El Pinocho? ¿Usted nos ofrece todo esto por el Pinocho?

—Ya le tengo un espacio en el estadio de Crucero del Norte. Por eso les ofrezco una confitería en el trato, así el hincha choiquense no se queda sin la vianda previa.

“Los dirigentes de Choique Rengo no lo podían creer. Habían tenido algunos problemas con Rinaldi y sacárselo de encima, recibiendo además a un jugador diestro, equipamiento y dinero, era un sueño excesivo. Aceptaron sin dudar. Nerama les dio un apretón de manos a cada uno. Una semana después llegó el contrato, que fue firmado con tinta azul.

“La suerte estaba echada. Rinaldi, quien también recibiría una importante suma, metió en cajas y bolsos su tacho de grasa, su tablón, su toldo agujereado por granizo y lluvias y se subió, junto con su gente, a un micro rumbo a tierras rojas, muy distintas de su Mendoza natal. En Crucero del Norte estuvo dos años. Con satisfacción, encontró que los ingredientes necesarios para sus pasteles estaban disponibles en la zona y pudo trabajar sin traicionar el sabor. Logró, en ese tiempo, un incremento de la asistencia de los hinchas de Crucero al estadio que superó las expectativas de la dirigencia. La gente también hacía largas filas para degustar su comida. El primer sábado, el público se acercó con desconfianza, pero bastaron tres bocados para lograr el respeto del hincha local. Luego, gracias a su brillante desempeño, pasó al playón de la cancha de Rosario Central en donde trabajó por tres años más, logrando una afluencia de público que permitió al club remodelar sus vestuarios. Era impensable un domingo sin los pasteles de Pinocho. El prestigio adquirido fue tal que el Club Atlético River Plate se interesó en su desempeño y le instaló un local para la atención al público y provisión constante de garrafas de gas, método que doña Elvira se negaba a abandonar, por ser, acaso, parte de sus secretos. No es que River necesitara fortalecer el amor del hincha, pero lo cierto es que, merced a la tarea ciclópea de los Rinaldi, las afiliaciones al club crecieron en un treinta y nueve por ciento.

“Fichados para acompañar a la Selección, en 2010, Rinaldi y familia se hicieron presentes en Sudáfrica, y en 2014, sus pasteles se hicieron oler en Brasil, compitiendo mano a mano con el sánguche de pernil y el acarajé de los locales. Desde el campo de juego del paladar, mantenían esa enemistad deportiva que nos une y desune con los hermanos cariocas. Esta proyección internacional y el sabor misterioso y único de sus creaciones llamaron la atención de dirigentes del Manchester United y, a la fecha, si usted se pega una vuelta por los alrededores del Old Trafford, va a sentir ese aroma típicamente argentino y va a poder escuchar la vieja cantinela de Pinocho, que sigue inventando historias en un inglés chapuceado acerca del contenido de sus pasteles. Juanita ya no trabaja con ellos, pero doña Elvira sigue firme atrás de sus tachos (ahora tiene dos y son más grandes), y Marquitos, ‘Big Head’, como le dicen allá, todavía repulga con precisión y además atiende la caja, casi sin equivocarse con el vuelto. 

“¿De la fidelidad de la hinchada de Choique Rengo, me pregunta? Como pocas. El primer sábado, en el debut de Torito, el estadio se llenó como nunca. Pero la gente estaba desconcertada sin Rinaldi. Ahora, en ese mismo lugar, había un camioncito que hacía hamburguesas completas, panchuques y tortas fritas. Ricas, sequitas. Pero la magia estaba rota. Los jugadores lucían camisetas flamantes y las redes de los arcos eran de un blanco níveo. Gracias a la habilidad del nuevo delantero, marcaron dos goles en ese encuentro. Sin embargo, el público reaccionó con tibieza ante la primera victoria en la historia de Choique Rengo. El sábado siguiente, los dirigentes del club notaron cierta merma entre los asistentes. Aquí y allá, se veían agujeros en las tribunas. El equipo volvió a ganar pero eso no alcanzó para seducir a los fanáticos. Un mes más tarde, la cancha estaba desierta. El único público asistente era el del equipo contrario. Las remodelaciones del estadio comenzaron enseguida pero los hinchas se desafiliaban de la institución ante la tristeza que les causaba la ausencia de Rinaldi. Estaba claro que soportar el torpe juego choiquense era un daño colateral tolerable para poder acceder al delicioso trabajo de ʽPinocho´. Cuando se supo que esta familia vendía pasteles en Misiones, no fueron pocos los micros que partieron hacia Garupá, al estadio de Crucero del Norte, para recuperar el sabor perdido. Treinta y seis horas de micro. Y lo mismo ocurrió en la mudanza a Santa Fe. Y no me cabe duda de que más de un porteño se debe haber sorprendido ante los micros mendocinos que llegaban, tiempo después, al Monumental, únicamente para comprar una docena de pasteles. Mire lo que puede el fanatismo del hincha. Lo que es la fidelidad al talento, a la creación. No me hablen a mí de los hinchas de Racing y de su exorcismo estúpido. Ni me mencione el año que River estuvo en la B ni ninguna de esas pavadas. Hincha fiel como los del club Choique Rengo, no va a poder encontrar jamás en la vida. Busque nomás, busque. Va a ver. No hay.
 

jueves, 12 de septiembre de 2019

Héroe


Quiero ser un superhéroe, pero soy un oso. Un oso naranja, de felpa, con un ojo que se despega cada tanto y que Mamá Laura se ocupa de pegar y una rajadura en la tela que me la arreglaron con hilo de otro color.

Quiero ser un superhéroe, como el del estante de arriba, con su capa azul y su sonrisa, con una ceja levantada y la otra no, de plástico y articulado. A veces, Joaco lo agarra y lo hace luchar contra los malos y lo hace ganar, porque el héroe sabe dar buenas patadas y hace de todo sin que se le baje la ceja. Pero a la noche, el superhéroe vuelve al estante (siempre es Mamá Laura la que lo pone) porque el plástico es duro y frío y no sirve para abrazar y dormir. Ahí gano yo siempre. No es un trabajo fácil. Lo cuido hasta que se duerme y después me quedo con un ojo abierto (el que se me despega no, a ver si se me cae otra vez), para vigilar que las pesadillas no se animen a subirse al acolchado. Soy bueno en eso. Cuando me ven, se van. Porque soy un oso y los osos tenemos dientes y garras y podemos rugir fuerte y pararnos en dos patas y dar miedo. Las arañas de los sueños malos tiemblan cuando me escuchan y las serpientes de humo de noche que hacen que los chicos se hagan pis en la cama se retuercen del susto.

Pero igual quiero ser un superhéroe porque al tío de Joaco no le puedo ganar. Él tiene más fuerza y yo no tengo ninguna ceja levantada. No siempre viene (cuando lo hace, es porque los papás de Joaco quieren ir al cine o a lugares dónde les preparan la comida) pero cuando llega, me tira al piso y me ocupa el espacio en el colchón. ¡Mi espacio! A Joaco no le gusta que venga, pero no dice nada porque el tío le regala chocolate y le cuenta secretos. Y cuando se va, Joaco llora y después se duerme con saltos y esa noche, por más que me esfuerzo y muestro todos los dientes y todas las uñas, las arañas y las serpientes pasan como si yo no existiera.

Quiero ser un superhéroe. En serio. Pero quiero ser uno mejor que el bobo ese de la repisa, que no mueve un dedo cuando viene el tío. Y eso que desde ahí puede ver todo. Yo, desde el suelo, no veo nada y encima, más de una vez el tío me tira el pantalón o la camisa en la cara, se me hace de noche y me pongo triste a puro sonido.

Pero, un día, Joaco me agarra y nos vamos con mamá Laura y Papá Arturo a pasear. Visitamos a una señora que trata muy bien a Joaco y también me trata muy bien a mí. Lo hace dibujar y jugar pero cuando le pregunta por el tío, Joaco se calla la boca. Pregúnteme a mí, señora, pregúnteme a mí que yo le puedo contar todo. Pero no me pregunta porque no soy un superhéroe. A los superhéroes la gente les pregunta cómo están, y le dicen muchas gracias, porque los héroes salvan a las personas y eso ya sirve para que les hagan muchas preguntas.

Vamos varias veces más. A mí me gusta ese paseo. La señora siempre sonríe. A veces, me sostiene y me hace hacer voces tontas. Eso es medio como una falta de respeto porque los osos no hablamos así pero cuando veo que Joaco se ríe, me parece que vale la pena y la dejo que me ponga ese tono ridículo en la voz.

Una de las últimas veces que fuimos, la señora me puso entre las manos de Joaco y le pidió que me hiciera lo que Tío le hace a él. No me gustó nada nada nada lo que me hizo Joaco. Esas cosas no se hacen, por más chocolate que me des al final.

Cuando volvemos a casa ese día, Joaco se va con el papá a comprar pizza y mamá Laura entra a acomodar las almohadas pero le dura poco, porque se sienta y llora y dice esas palabras que no se dicen y golpea el colchón y a mí me dan ganas de consolarla, porque ella es buena y me lava con suavizante y me pega el ojo cuando se me sale.

Entonces, mamá Laura hace algo que nunca hace. Me levanta, me mira y me abraza y me dice que gracias, que muchas gracias, que salvé a Joaco, sí, que yo salvé a Joaco y dice más cosas que solo se dicen cuando uno llora y golpea colchones.
Y como siente ruido en la puerta, me deja sobre la almohada, me saca una pelusa que tengo en el hombro y se va y yo digo mirá vos, qué locura, que al final no hacía falta levantar la ceja ni ponerse una capa azul. Con ser un oso y tener los ojos bien pegados, alcanzaba. Qué suerte.