jueves, 16 de noviembre de 2017

Cristales a medida







La historia comienza con sonido a vidrios rotos y con una pelota que se aleja. Comienza con Felipe de pie sobre la alfombra, con una ventana destrozada y con miedo al castigo por venir.

—Nada de jugar al fútbol dentro de casa, hijo. En dos horas estamos de vuelta —le habían dicho sus padres antes de salir.

Como siempre, las palabras se le escondieron en las orejas, y apenas escucharon el auto que se alejaba, se fueron volando, en busca de oídos más obedientes.

—¿Y ahora qué hago? —decía Felipe mientras caminaba nervioso y miraba el cristal hecho pedazos. Sus once años no le impedían imaginar toda una semana de postres prohibidos y videojuegos ausentes. Si hubiera tenido amigos a quienes pedirles auxilio, lo hubiera hecho. Pero no los tenía y, por primera vez, lamentó que así fuera. En el colegio, sus compañeros solían ser víctimas de sus bromas pesadas y de sus arranques de mal humor, por lo cual Felipe era más temido que querido. Y en la cuadra, los chicos lo evitaban, hartos de tener que jugar sólo a lo que él quería. Pero eso a él no le importaba, o al menos, así lo decía.

Al lado del teléfono estaba la guía telefónica. “La solución a todos los problemas”, solía decir su padre. ¿Por qué no intentarlo? Felipe comenzó a pasar las páginas rápidamente buscando la letra “C”.

—Cosméticos… Cotillón… Créditos… ¡Cristales! —gritó entusiasmado. Pero, ¿a cuál llamar? ¡Eran un montón! Dos páginas enteras de avisos de personas que arreglaban vidrios rotos. Y de pronto, la duda terminó. Encontró el aviso perfecto. Al lado del número telefónico, había una ilustración de dos duendes sonrientes sosteniendo un vidrio con un agujero en el medio en forma de pelota. Era el indicado. El texto decía:

“ CRISTALES A LA MEDIDA DE QUIEN LO PIDA”

“COLOCACIÓN AL INSTANTE”

Marcó el número del aviso. Una voz grabada sonó en su oreja.

—Bienvenido a “Cristales a medida”. Si usted tiene menos de doce años, presione el uno. Si es mayor, presione el dos.

Felipe eligió el uno. La voz grabada reapareció.

—Usted ha marcado el uno. Seguramente, usted es un chico en problemas muy serios. Un técnico lo visitará en este momento. Gracias por elegirnos.

Felipe, algo confundido, aún sostenía el teléfono, cuando unos golpes sonaron en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó el niño.

—“Cristales a medida”, señor. Usted nos llamó.

Felipe entreabrió la puerta con desconfianza. Una mujer de cabello rojo, con una impecable ropa de trabajo gris y una gorra naranja encajada hasta las orejas lo observaba sonriendo. Sostenía una gran valija de cuero que parecía haber estado en cuatro terremotos, una erupción volcánica y una invasión extraterrestre.

—Usted no trae cristales —fue lo único que Felipe pudo decir.

—Los traigo en la valija, señor —contestó la mujer con voz cortés, levantando el equipaje destartalado—. ¿Cómo podría traerlos terminados si no sé la medida de su ventana?

—Eso es cierto —Felipe aceptó que la señora tenía razón—. Pero no entiendo cómo pudo llegar tan rápido. Acabo de cortar con…

Sin perder la sonrisa, la mujer del pelo rojo habló:

—Colocación al instante, señor. Y “al instante” significa eso: “al instante”. ¿Podemos empezar? El tiempo se acaba y no querrá que sus padres se enteren de este pequeño accidente. Además, tengo esperando a un ventanal roto por un jarrón a tres cuadras.

—Eh…sí… —dijo Felipe, que no terminaba de entender lo que pasaba. La mujer rodeó la casa hasta la ventana rota y estudió el problema, con la mano en el mentón. Luego, sacó una cinta métrica de su bolsillo y tomó medidas. Desde adentro, Felipe la observaba. Le resultaba raro que lo llamara “señor”, un trato que creía reservado para gente de más altura.

—¡Perfecto! ¡Manos a la obra! —dijo ella en tono alegre, agachándose y abriendo la valija. Dentro, había una gran cantidad de frascos diminutos y una bolsa llena de un polvo amarillento. Viendo la mirada extrañada del niño, la mujer levantó la bolsa hasta la altura de sus ojos.

—Es arena, señor. Los cristales se hacen con arena. ¿Podría pedirle una jarra con agua, por favor? No demasiado llena, en lo posible.

Felipe fue a la cocina y regresó con una jarra plástica, con agua hasta la mitad.

La empleada de Cristales en el Acto volcó una parte de la arena dentro de la jarra y la revolvió con una cuchara dorada. Mojó un dedo en el líquido y lo probó. Sonrió satisfecha.

—Gracias. Ahora debo hacerle unas pocas preguntas. Es necesario para poder hacer el cristal a la perfección. ¿Motivo de la rotura?

—Eh… alguien desde afuera tiró una piedra y…

—¿Motivo de la rotura? —insistió la señora, levantando una ceja.

Felipe respondió ahora, sin mentir.

—Una pelota de fútbol mal pateada.

—Muy bien. ¿Cómo nos conoció? ¿Recomendación de amigos? ¿Internet? ¿Guía telefónica?

—No se me ocurrió ver en Internet… y amigos… eh… no tengo.  No los necesito.

—Interesante —respondió ella, y sacó una botellita roja del maletín —. ¿Motivo de ausencia de amigos, señor?

—Son unos tontos, antipáticos y estúpidos. Los detesto. Me dejan aparte en todos los juegos y no quieren hacer nada de lo que digo. Son odiosos.

—Gracias, señor. Con eso es suficiente. Antipatía, furia y algo de desprecio. Haremos un cristal a su medida, entonces.

La señora agregó un frasco de color verde al rojo que ya había sacado. Vació el contenido de ambos en el agua.

—Mmmh... y un poco de esto —dijo, eligiendo uno con un cuello largo y retorcido. Sacó el tapón y agregó unas gotas a la mezcla. El líquido se tornó verdoso y burbujeante.

—Listo. Ahora lo último y el trabajo estará listo.

De la valija extrajo un aro de alambre, de los que sirven para hacer pompas de jabón. Lo sumergió en el líquido, se paró frente a la ventana rota, calculó y, llevando el aro a su boca, sopló con fuerza. La burbuja creció y creció, salió volando y, cuando flotaba dentro del marco de la ventana rota, explotó. Y entonces, ocurrió el milagro. La ventana, otra vez, estaba intacta, con un reluciente cristal nuevo y como si nunca una pelota hubiera pasado por ella.

—¡Wow! ¿Cómo hizo eso? —Felipe entreabrió apenas una de las hojas de la ventana para poder escuchar lo que la mujer de la gorra decía.

—Es mi trabajo, señor. Por favor, mire a través del cristal y dígame si está conforme con el resultado —dijo y comenzó a guardar los frascos en su equipaje.

—Es... perfecto —Felipe miró hacia fuera, hacia un grupo de chicos que jugaba unos metros más allá. No pudo evitar soltar una carcajada. Los chicos estaban vestidos con ropas ridículas y tenían los brazos desmesuradamente largos. Algunos tenían cabello verde y cuernos, otros tenían la nariz de medio metro de largo y había una chica con orejas de elefante.

—¡Qué ridículos! ¡Por algo no soy amigo de ellos! ¡Se ven tontos! —rió el chico.

—Muy bien. El cristal funciona de maravilla —dijo la señora cerrando su valija. Felipe la miró esperando una explicación.

—Son cristales a medida de quién los pide, señor. Si usted mira el mundo con desprecio, la imagen que verá a través de él será de seres despreciables. A su perfecta medida.

Felipe sonrió, feliz. Ese cristal era genial. Pero entonces notó que los chicos que jugaban cerca lo miraban y también explotaban en carcajadas, mientras lo señalaban con el dedo.

—¿Qué les pasa? ¿Por qué se ríen así? ¿Qué es lo gracioso?

—Usted. No quisiera equivocarme, pero creo que lo están viendo con cinco brazos y, posiblemente, con cola de lagarto. O tal vez, nariz de perro —agregó la mujer.

—¿Qué? ¡Pero este es mi cristal!

—Por supuesto, señor. Pero es transparente. Usted ve a través de él; ellos también. Un cristal hecho en base a desprecio y antipatía, dará una imagen despreciable y antipática. Para ambos lados. Ahora, debo retirarme. El cristal es gratis, no se preocupe —y con un saludo, comenzó a irse. Felipe se desesperó.

—¡No se vaya! ¡No quiero que me vean así! ¡No quiero que se rían! ¿Podemos cambiar este cristal?

—Claro. El cristal se cambia cuando usted cambia, señor. Tal vez, si le da una oportunidad a la gente que lo rodea, descubra que no son tan tontos como usted cree. Capaz que se sorprende. Si logra hacerlo, llámeme. Estamos las 24 horas, todos los días del año. Y entonces haremos un nuevo cristal para su ventana. Que tenga buen día —y sin más, subió a su camioneta amarilla y partió a toda velocidad. Felipe la vio alejarse, a través del cristal.

Al poco rato, llegaron sus padres. No notaron nada extraño y no hubo castigos ni reproches. Pero Felipe estaba pensativo y silencioso.

Al día siguiente, en el colegio, sus compañeros lo vieron acercarse con timidez. Tenía una bolsa en las manos. El que estaba más cerca era Esteban, una de sus víctimas favoritas.

Felipe no sabía cómo empezar. El primer paso siempre es el más dificil.

—Eh… hola, Esteban… ¿Querés… querés un caramelo?

Esteban lo miró, desconfiado. Esperaba una broma o un empujón. Nunca un caramelo.

—Son picantes ¿no?

—No, son de chocolate. Y de menta.

—¿No manchan la lengua? ¿No tienen pimienta? ¿No explotan?

—No, son… caramelos —y como entendió que no le iba a creer, tomó uno y se lo comió. Recién entonces Esteban se animó. Era verdad. Era de chocolate. Sólo de chocolate. Nada explosivo, ni asqueroso, ni que manchara. Chocolate puro.

—Ricos —dijo, fingiendo desinterés, pero curioso al mismo tiempo. Como para ver que pasaba, agregó: —¿Querés… jugar a la pelota?

Una gran sonrisa apareció en el rostro de Felipe. Lo estaban invitando a jugar. A él. Tal vez la cosa no iba a ser tan complicada como pensaba. Tal vez, podía funcionar.

Al día siguiente lo invitaron a comer hamburguesas. El sábado lo invitaron a un cumpleaños. Y al cine. Y a jugar a los videojuegos. Felipe empezó a sentir que tenía amigos. Un mes más tarde, levantó el teléfono y llamó a la empresa de los cristales a medida.  Al instante, la señora llegó otra vez en su camioneta amarilla, con su valija pesada y su gorra hasta las orejas, y esta vez, fabricaron juntos el nuevo cristal. Sacaron el viejo y pusieron el nuevo, con el mismo sistema de las pompas de jabón. Felipe vio entonces, por su ventana, que la gente lo saludaba y le sonreía. Nadie tenía pelucas de colores, ni brazos gigantes, ni narices tontas. Y estuvo feliz como nunca y bailó de alegría.

Eso no me lo contó nadie. Lo vi yo mismo a través de su cristal.