La historia comienza
con sonido a vidrios rotos y con una pelota que se aleja. Comienza con Felipe
de pie sobre la alfombra, con una ventana destrozada y con miedo al castigo por
venir.
—Nada de jugar al fútbol dentro de
casa, hijo. En dos horas estamos de vuelta —le habían dicho sus padres antes de
salir.
Como siempre, las palabras se le
escondieron en las orejas, y apenas escucharon el auto que se alejaba, se
fueron volando, en busca de oídos más obedientes.
—¿Y ahora qué hago? —decía Felipe mientras
caminaba nervioso y miraba el cristal hecho pedazos. Sus once años no le
impedían imaginar toda una semana de postres prohibidos y videojuegos ausentes.
Si hubiera tenido amigos a quienes pedirles auxilio, lo hubiera hecho. Pero no
los tenía y, por primera vez, lamentó que así fuera. En el colegio, sus
compañeros solían ser víctimas de sus bromas pesadas y de sus arranques de mal
humor, por lo cual Felipe era más temido que querido. Y en la cuadra, los
chicos lo evitaban, hartos de tener que jugar sólo a lo que él quería. Pero eso
a él no le importaba, o al menos, así lo decía.
Al lado del teléfono estaba la guía telefónica.
“La solución a todos los problemas”, solía decir su padre. ¿Por qué no
intentarlo? Felipe comenzó a pasar las páginas rápidamente buscando la letra
“C”.
—Cosméticos… Cotillón… Créditos… ¡Cristales!
—gritó entusiasmado. Pero, ¿a cuál llamar? ¡Eran un montón! Dos páginas enteras
de avisos de personas que arreglaban vidrios rotos. Y de pronto, la duda terminó.
Encontró el aviso perfecto. Al lado del número telefónico, había una
ilustración de dos duendes sonrientes sosteniendo un vidrio con un agujero en
el medio en forma de pelota. Era el indicado. El texto decía:
“ CRISTALES A LA MEDIDA
DE QUIEN LO PIDA”
“COLOCACIÓN AL INSTANTE”
Marcó el número del aviso. Una voz
grabada sonó en su oreja.
—Bienvenido a “Cristales a medida”. Si
usted tiene menos de doce años, presione el uno. Si es mayor, presione el dos.
Felipe eligió el uno. La voz grabada
reapareció.
—Usted ha marcado el uno. Seguramente,
usted es un chico en problemas muy serios. Un técnico lo visitará en este
momento. Gracias por elegirnos.
Felipe, algo confundido, aún
sostenía el teléfono, cuando unos golpes sonaron en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó el niño.
—“Cristales a medida”, señor. Usted
nos llamó.
Felipe entreabrió la puerta con
desconfianza. Una mujer de cabello rojo, con una impecable ropa de trabajo gris
y una gorra naranja encajada hasta las orejas lo observaba sonriendo. Sostenía
una gran valija de cuero que parecía haber estado en cuatro terremotos, una
erupción volcánica y una invasión extraterrestre.
—Usted no trae cristales —fue lo
único que Felipe pudo decir.
—Los traigo en la valija, señor
—contestó la mujer con voz cortés, levantando el equipaje destartalado—. ¿Cómo
podría traerlos terminados si no sé la medida de su ventana?
—Eso es cierto —Felipe aceptó que la
señora tenía razón—. Pero no entiendo cómo pudo llegar tan rápido. Acabo de
cortar con…
Sin perder la sonrisa, la mujer del
pelo rojo habló:
—Colocación al instante, señor. Y “al
instante” significa eso: “al instante”. ¿Podemos empezar? El tiempo se acaba y no
querrá que sus padres se enteren de este pequeño accidente. Además, tengo esperando
a un ventanal roto por un jarrón a tres cuadras.
—Eh…sí… —dijo Felipe, que no
terminaba de entender lo que pasaba. La mujer rodeó la casa hasta la ventana
rota y estudió el problema, con la mano en el mentón. Luego, sacó una cinta
métrica de su bolsillo y tomó medidas. Desde adentro, Felipe la observaba. Le
resultaba raro que lo llamara “señor”, un trato que creía reservado para gente de
más altura.
—¡Perfecto! ¡Manos a la obra! —dijo
ella en tono alegre, agachándose y abriendo la valija. Dentro, había una gran
cantidad de frascos diminutos y una bolsa llena de un polvo amarillento. Viendo
la mirada extrañada del niño, la mujer levantó la bolsa hasta la altura de sus
ojos.
—Es arena, señor. Los cristales se
hacen con arena. ¿Podría pedirle una jarra con agua, por favor? No demasiado
llena, en lo posible.
Felipe fue a la cocina y regresó con
una jarra plástica, con agua hasta la mitad.
La empleada de Cristales en el Acto volcó
una parte de la arena dentro de la jarra y la revolvió con una cuchara dorada.
Mojó un dedo en el líquido y lo probó. Sonrió satisfecha.
—Gracias. Ahora debo hacerle unas
pocas preguntas. Es necesario para poder hacer el cristal a la perfección.
¿Motivo de la rotura?
—Eh… alguien desde afuera tiró una
piedra y…
—¿Motivo de la rotura? —insistió la
señora, levantando una ceja.
Felipe respondió ahora, sin mentir.
—Una pelota de fútbol mal pateada.
—Muy bien. ¿Cómo nos conoció?
¿Recomendación de amigos? ¿Internet? ¿Guía telefónica?
—No se me ocurrió ver en Internet… y
amigos… eh… no tengo. No los necesito.
—Interesante —respondió ella, y sacó
una botellita roja del maletín —. ¿Motivo de ausencia de amigos, señor?
—Son unos tontos, antipáticos y
estúpidos. Los detesto. Me dejan aparte en todos los juegos y no quieren hacer
nada de lo que digo. Son odiosos.
—Gracias, señor. Con eso es
suficiente. Antipatía, furia y algo de desprecio. Haremos un cristal a su
medida, entonces.
La señora agregó un frasco de color
verde al rojo que ya había sacado. Vació el contenido de ambos en el agua.
—Mmmh... y un poco de esto —dijo,
eligiendo uno con un cuello largo y retorcido. Sacó el tapón y agregó unas
gotas a la mezcla. El líquido se tornó verdoso y burbujeante.
—Listo. Ahora lo último y el trabajo
estará listo.
De la valija extrajo un aro de
alambre, de los que sirven para hacer pompas de jabón. Lo sumergió en el
líquido, se paró frente a la ventana rota, calculó y, llevando el aro a su
boca, sopló con fuerza. La burbuja creció y creció, salió volando y, cuando
flotaba dentro del marco de la ventana rota, explotó. Y entonces, ocurrió el
milagro. La ventana, otra vez, estaba intacta, con un reluciente cristal nuevo
y como si nunca una pelota hubiera pasado por ella.
—¡Wow! ¿Cómo hizo eso? —Felipe
entreabrió apenas una de las hojas de la ventana para poder escuchar lo que la mujer
de la gorra decía.
—Es mi trabajo, señor. Por favor,
mire a través del cristal y dígame si está conforme con el resultado —dijo y
comenzó a guardar los frascos en su equipaje.
—Es... perfecto —Felipe miró hacia
fuera, hacia un grupo de chicos que jugaba unos metros más allá. No pudo evitar
soltar una carcajada. Los chicos estaban vestidos con ropas ridículas y tenían
los brazos desmesuradamente largos. Algunos tenían cabello verde y cuernos,
otros tenían la nariz de medio metro de largo y había una chica con orejas de
elefante.
—¡Qué ridículos! ¡Por algo no soy
amigo de ellos! ¡Se ven tontos! —rió el chico.
—Muy bien. El cristal funciona de
maravilla —dijo la señora cerrando su valija. Felipe la miró esperando una
explicación.
—Son cristales a medida de quién los
pide, señor. Si usted mira el mundo con desprecio, la imagen que verá a través
de él será de seres despreciables. A su perfecta medida.
Felipe sonrió, feliz. Ese cristal
era genial. Pero entonces notó que los chicos que jugaban cerca lo miraban y también
explotaban en carcajadas, mientras lo señalaban con el dedo.
—¿Qué les pasa? ¿Por qué se ríen
así? ¿Qué es lo gracioso?
—Usted. No quisiera equivocarme,
pero creo que lo están viendo con cinco brazos y, posiblemente, con cola de
lagarto. O tal vez, nariz de perro —agregó la mujer.
—¿Qué? ¡Pero este es mi cristal!
—Por supuesto, señor. Pero es
transparente. Usted ve a través de él; ellos también. Un cristal hecho en base a
desprecio y antipatía, dará una imagen despreciable y antipática. Para ambos
lados. Ahora, debo retirarme. El cristal es gratis, no se preocupe —y con un
saludo, comenzó a irse. Felipe se desesperó.
—¡No se vaya! ¡No quiero que me vean
así! ¡No quiero que se rían! ¿Podemos cambiar este cristal?
—Claro. El cristal se cambia cuando
usted cambia, señor. Tal vez, si le da una oportunidad a la gente que lo rodea,
descubra que no son tan tontos como usted cree. Capaz que se sorprende. Si logra
hacerlo, llámeme. Estamos las 24 horas, todos los días del año. Y entonces
haremos un nuevo cristal para su ventana. Que tenga buen día —y sin más, subió
a su camioneta amarilla y partió a toda velocidad. Felipe la vio alejarse, a
través del cristal.
Al poco rato, llegaron sus padres.
No notaron nada extraño y no hubo castigos ni reproches. Pero Felipe estaba
pensativo y silencioso.
Al día siguiente, en el colegio, sus
compañeros lo vieron acercarse con timidez. Tenía una bolsa en las manos. El
que estaba más cerca era Esteban, una de sus víctimas favoritas.
Felipe no sabía cómo empezar. El
primer paso siempre es el más dificil.
—Eh… hola, Esteban… ¿Querés… querés
un caramelo?
Esteban lo miró, desconfiado.
Esperaba una broma o un empujón. Nunca un caramelo.
—Son picantes ¿no?
—No, son de chocolate. Y de menta.
—¿No manchan la lengua? ¿No tienen
pimienta? ¿No explotan?
—No, son… caramelos —y como entendió
que no le iba a creer, tomó uno y se lo comió. Recién entonces Esteban se
animó. Era verdad. Era de chocolate. Sólo de chocolate. Nada explosivo, ni
asqueroso, ni que manchara. Chocolate puro.
—Ricos —dijo, fingiendo desinterés,
pero curioso al mismo tiempo. Como para ver que pasaba, agregó: —¿Querés… jugar
a la pelota?
Una gran sonrisa apareció en el rostro
de Felipe. Lo estaban invitando a jugar. A él. Tal vez la cosa no iba a ser tan
complicada como pensaba. Tal vez, podía funcionar.
Al día siguiente lo invitaron a
comer hamburguesas. El sábado lo invitaron a un cumpleaños. Y al cine. Y a
jugar a los videojuegos. Felipe empezó a sentir que tenía amigos. Un mes más
tarde, levantó el teléfono y llamó a la empresa de los cristales a medida. Al instante, la señora llegó otra vez en su
camioneta amarilla, con su valija pesada y su gorra hasta las orejas, y esta
vez, fabricaron juntos el nuevo cristal. Sacaron el viejo y pusieron el nuevo,
con el mismo sistema de las pompas de jabón. Felipe vio entonces, por su
ventana, que la gente lo saludaba y le sonreía. Nadie tenía pelucas de colores,
ni brazos gigantes, ni narices tontas. Y estuvo feliz como nunca y bailó de
alegría.
Eso no me lo contó nadie. Lo vi yo
mismo a través de su cristal.
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