sábado, 26 de mayo de 2018

Las ovejas del sueño




Cuando llegó la hora del almuerzo, ya todos sabían que, esa noche, nadie había dormido en Ciudad Gris. Ni los vecinos, ni los soldados, ni los ingenieros, ni los empleados, ni los paseadores de perros. Nadie. La misteriosa falta de sueño fue tema obligado en peluquerías y ministerios y no hubo programa de televisión que no tocara el tema.
Para que el miedo siguiera de largo, todos se pusieron de acuerdo en la misma palabra: Coincidencia. No podía ser de otra forma. La dijeron convencidos, la escucharon bostezando y la aceptaron con el deseo de que fuera verdad.  Esa noche, la ciudad iba a temblar con ronquidos atrasados y ese insomnio insolente iba a ser un mal recuerdo.
Tuvo que ocurrir una segunda vez para que la gente se empezara a preocupar. Los especialistas aconsejaron tomar café, bebida muy recomendable para abrir los ojos, o leche tibia, bebida muy recomendable para cerrarlos. Pero nada funcionó. La gente se restregaba los párpados y hablaban de una epidemia de falta de sueño. En realidad, no era así. No faltaba el sueño. Sobraba. Todo el mundo tenía sueño en abundancia. Lo  que no podían hacer era dormirse.
Al caer el sol, los ciudadanos corrieron a sus camas con los dedos cruzados, rogando aunque sea por pesadillas. Pero se pasaron las horas de descanso mirando el techo y contando las manchas de las ventanas.
Ya en el tercer día, Ciudad Gris era un lugar peligroso. No había quién no caminara como borracho, y no fueron pocos los que cayeron en pozos, aceras y fuentes de plazas. No se veían autos. Los que los poseían no los usaban, porque tenían miedo de chocar, ya que les ardían los ojos y las manos les temblaban.
Tal vez por ser la única que caminaba con la mirada despierta y los pasos firmes, Doña Celia llamó tanto la atención. Los que la veían pasar con sus pisadas sin dudas ni mareos, añoraban los tiempos en los que también podían hacer proezas similares. La anciana saludaba a los insomnes con cortesía y procuraba ayudar a los que tropezaban frente a su nariz.
Doña Celia terminó en televisión. Ni ella podía creer el motivo por el que la pusieron frente a las cámaras. “La persona más despierta de Ciudad Gris en nuestros estudios” anunció un periodista mal afeitado, que la saludó con las palabras llenas de baches y maquillaje salvador en las mejillas.
—Estimada señora, no podemos dejar de apreciar que su sonrisa es la de alguien descansado. ¿Qué es lo que hace usted para dormir por las noches?
Doña Celia se quedó pensando. Era una pregunta extraña. Pero a ese pobre hombre se lo veía tan agotado que le pareció justo responder sin demora.
—Cierro los ojos.
Un murmullo recorrió el país. ¡Esa mujer cerraba los ojos y dormía! El periodista a duras penas pudo controlar la emoción.
—Cierra los ojos… ¿Y siempre lo hace?
—Desde que soy chica. Es una buena costumbre para dormir.
—Por supuesto… Y, disculpe si me meto en su intimidad, pero… una vez que cierra los ojos, ¿tiene algún secreto para dormirse? ¿Algo que nos pueda compartir?
— ¡Qué preguntas raras hace usted, jovencito! ¿Secreto para dormir? No sé… imagino una valla y cuento ovejas saltando.
En todos los hogares festejaron. ¡Contar ovejas! ¡Claro! ¿Cómo no se les había ocurrido? ¡Era clásico! Esa noche, la gente se arrastró hacia sus camas a fuerza de esperanza y, envueltos en frazadas, cada quién imaginó sus propias ovejas: algunas gordas, otras flacas, otras de lana rizada, algunas con patas cortas y otras parecidas a nubes. Y todas las luces se apagaron temprano y hubo ruido de zapatos cayendo al suelo en todas las esquinas.
No se precisó mucha astucia para darse cuenta, a la mañana siguiente, que todo había sido un gran fracaso. La gente imaginó las ovejas, imaginó la valla y empezó a contar: Uno… Dos… Tres… pero nada pasó. No hubo ni una sola oveja que se acercara a saltar.  Y todos siguieron mirando el techo, con los ojos abiertos como platos.
Tres fuertes golpes sonaron en la puerta de Doña Celia. La mujer se puso las sandalias en los pies, los anteojos en la nariz y miró por la ventana. El mismísimo Gobernador de Ciudad Gris estaba ahí afuera, bostezando y con la corbata hecha un desastre. La anciana se apuró a abrir. No estaba bien hacer esperar al Gobernador, sobre todo si tenía esa cara de cansado. Apenas la vio, el hombre se puso de rodillas.
— ¡Le ruego, señora, le suplico! ¡No podemos más! ¿Cómo hace para dormir? ¡Toda la población de Ciudad Gris rebota contra las paredes, muerta de sueño, y hace días que nadie descansa! —dijo el pobre hombre.
—Venga, venga, Gobernador… ¿Quiere un café?
— ¡Nooooo! ¡Café no! Dormir quiero… Dormir…
—Yo cuento ovejas y…
— ¡No hay ovejas! ¡No vienen! ¿Cómo se hace para que vengan?
Doña Celia pensó y mientras lo hacía, miró por la ventana. Y fue en ese momento en el que entendió lo que pasaba. ¡Era tan obvio! Puso su mano sobre el hombro del Gobernador y le pidió que la llevara al edificio más alto de la ciudad. Así lo hicieron. La anciana y el Gobernador subieron hasta la azotea, en el piso cincuenta y tres, y se acercaron al borde.
— ¿Qué hacemos en este lugar? —preguntó, con temor, el político. No le gustaban las alturas.
—Mirar, Gobernador. Mirar. Dígame, ¿Qué ve a nuestro alrededor?
—Ciudad Gris.
—Exacto. Ciudad Gris. Gris por aquí, gris por allá. Gris arriba y gris abajo. Todo gris. Nada verde. ¿Puede usted ver algún árbol? ¿Alguna planta?
—Claro que no. Una ciudad tan importante como la nuestra no puede desperdiciar espacio en árboles y plazas. Precisamos oficinas y fábricas. ¡Progreso, progreso y progreso! ¡Ese es nuestro lema!
—Dígale eso a las ovejas. ¿Cómo pretende usted que vengan si no tienen nada para comer?
El pobre hombre miró a sus guardaespaldas a ver si ellos tenían respuesta para ese comentario, pero estaban bostezando y no pudieron ayudarlo.
—Pe… pero… ¡son ovejas imaginarias!
—Y saltan vallas imaginarias y comen hierba imaginaria. Pero para imaginar, hay que recordar. ¿Cómo pretende usted que la gente recuerde cómo era la hierba si no la ve desde hace tanto tiempo? ¡Mire lo que nos hizo tanto “progreso”! La gente se olvidó de cómo era una ciudad con árboles. Los chicos no tienen dónde jugar, los ancianos no tienen dónde alimentar a las palomas, los pájaros no tienen dónde hacer sus nidos. Y las ovejas del sueño no son tontas, Gobernador. No van a venir a un lugar a morirse de hambre. No pueden comer cemento. Y cemento es todo lo que la gente de Ciudad Gris puede imaginar.
— ¡Pero usted duerme! ¿Cómo hace?
La anciana le sonrió divertida.
—Tengo una petunia en mi habitación. Creo que debe ser la única planta en la ciudad. La riego todos los días, le muevo la tierra, le limpio las hojas y la cuido de los insectos. Y a la noche, antes de dormir, pienso en la alegría que me da tenerla. Y así, las ovejas vienen. Y comen el recuerdo de mi planta mientras yo las veo saltar y me duermo.
El Gobernador no supo qué responder. Jamás había imaginado que fuera tan importante todo eso de los árboles y los arbustos. Doña Celia lo interrumpió con un grito de alegría.
— ¡Mire, Gobernador! ¡Mire! —dijo, y señaló el piso de la azotea. Ahí, desde una rajadura en el cemento, unas hojitas verdes habían comenzado a crecer. El Gobernador se agachó hasta tenerlas casi haciéndole cosquillas en la nariz.
— ¡Mírelas con atención! ¡Sienta su olor! ¡Rócelas con el dedo! —indicaba la anciana y el Gobernador obedecía. Doña Celia, entonces, le señaló un banco de cemento.
—Y ahora, recuéstese en ese banco, cierre los ojos y cuente ovejas.
El hombre se recostó y apretó los párpados. Imaginó una valla y algunas ovejas lejanas. Nada pasó. Pero de pronto, desde el suelo oscuro, comenzó a brotar una planta diminuta que se fue enroscando a toda velocidad en la valla y extendiéndose como una alfombra por toda su imaginación. Una oveja se acercó curiosa y olfateó un brote con desconfianza. Con delicadeza, mordió un trozo y soltó un balido feliz. ¡Qué delicia! ¿Hojas frescas en Ciudad Gris? ¡Al fin! Y saltó la valla para buscar más. Otra oveja la siguió, con un salto más ágil. Y luego otra más. Y si siguieron llegando nuevas ovejas, el Gobernador no lo supo, porque estaba roncando como un leñador, con una gran sonrisa en el rostro.
Fue oficial: Apenas el Gobernador bajó del edificio, hizo que grandes camiones trajeran árboles y plantas de bosques lejanos. Los operarios trabajaron todo el día haciendo agujeros en el cemento y poniendo verde allí dónde había habido gris. La gente, intrigada, se acercó a mirar la maravilla de ese color olvidado. Y por un rato nadie hizo cuentas ni planillas, nadie calculó pérdidas ni ganancias. Todos vieron hojas agitarse, y escucharon el viento entre las ramas y olieron la corteza húmeda de los árboles. Y esa imagen los hizo sonreír y la recordaron luego en las oficinas, y luego durante la cena y al fin del día, en la cama. Y las ovejas vinieron. Vinieron de a muchas, con hambre y con ganas de saltar. Todo el mundo durmió por primera vez en varios días.
No había pasado ni un mes y Ciudad Gris ya sonaba a nombre equivocado. Ahora había plazas y caminos con flores, y no había veredas sin la sombra y el perfume de los árboles. La gente había vuelto a caminar sin tropezarse. Y la gran pregunta en los bares y los paseos era: “¿De qué sirve tanto progreso si no nos deja dormir?”
Doña Celia lo había entendido antes que nadie, por vieja y por sabia. Mientras limpiaba las hojas de su petunia, se sintió feliz de haber ayudado. Y sobre todo, de ser una habitante más de esa ciudad que, si todo seguía como seguía, se iba a llamar muy pronto Ciudad Verde. Y no era un mal nombre.