jueves, 6 de diciembre de 2018

Quico en su propia trampa


Quico nos hacía reír.
Ese niño engreído, abusón, que creía estar por encima del resto a pura jactancia, que lloraba contra la pared ante la menor contrariedad y coronaba sus frustraciones amenazando, al que le resquebrajaba el reino, con la furia de su mami, nos provocaba una sincera carcajada porque en el fondo, todos conocimos —y a veces fuimos— un poco Quico.
Que fue de Quico, no lo sabemos. Luego del famoso episodio de Acapulco, Quico desapareció de la serie, con la excusa de una mudanza a casa de su madrina, para estar lejos de la “chusma”.
Así que, a falta de testimonios, la imaginación es la que completa. Por mi lado, nunca le imaginé una vida feliz. Vivir en una burbuja te hace crecer con intolerancia a la empatía, y el culto a la omnipotencia te convierte, como para arrancar, en un tirano. De ahí, todos los escalones son en bajada.
Joven con plata, adulado, comprando al mundo en seis cuotas de tarjeta Gold, con amigos aplaudidores y con señoritas desinformadas acerca de los beneficios de la dignidad. Hasta que una sí, se informa y aprende y se asusta y entiende que los monstruos a veces vienen con simpatía ensayada y rasgos armoniosos. Y grita por ayuda.
A Quico lo cruza el desconcierto. ¿Cómo puede ser que esa bendecida grite en vez de agradecerle el tiempo concedido? ¿Cómo osa evitar la pleitesía? Siente el asco y el miedo —sí, miedo, como miedo se le tuvo siempre a las cosas que no se comprenden— de que ese feminismo ajeno, de pantalla de televisión, que hasta él mismo simuló para hipnotizar víctimas, se le haya metido entre sus minutos. El mundo —el otro mundo, el que parodia con sus amigos entre el humo del cigarrillo— lo alcanzó y ahora lo obliga a responder como las bestias amenazadas. Hay violencia, hay fuerza. Debería alcanzar. Pero, para su sorpresa, lo que no hay ahora es sumisión. Lo que no hay ahora es silencio.
Las redes sociales le multiplican el rostro y el descargo repugnante. Es odiado y condenado. Representa todo eso que hay que tirar. La policía le corta la salida y lo asusta. La policía es algo que le pasa a otros, joder. Dios mío, lo están tocando. Lo están tocando en serio. Quico se aterra. Balbucea de miedo, de puro miedo. Está solo en el aeropuerto y esos seres, a los que jamás les diría ni “por favor” ni “gracias”, le están diciendo que se quede tranquilito y que obedezca.
Quico, entonces, pide por su mami.
Si realmente Doña Florinda quiere a su hijo —no lo dudo—, debería hacer oídos sordos al lamento y obligarlo a mirar de frente a los Chavos y a las Chilindrinas del mundo. Que se haga cargo. Que se rompa el espejito. Que no tenga una pared para hacer esos ruiditos idiotas de llanto.
Quico nos hacía reír. Ya no.
Ya no lo precisamos.