jueves, 7 de diciembre de 2017

Máquina del tiempo




Como todos, en los años tempranos de la vida, mi hija es dueña de una máquina del tiempo.

Yo la tuve y la perdí, porque es claro que en algún momento hay que perderla y aprender a convivir con esos minutos de sesenta segundos, de caminar derecho y aburrido, que van siempre hacia adelante, siempre hacia el abismo, siempre suicidas arrojados a lo oscuro, con trocitos de vida nuestra entre los bracitos breves y grititos que no importan.

Pero Sol aún la tiene y la usa con soltura, y retrocede el tiempo y corrige y repite; y si la leche está caliente, retrocede el tiempo y ahí va el padre a enfriarla bajo el agua y la escena se repite con un líquido más tibio, más amable. O en la noche, con el cuento, repitiendo el mismo renglón hasta entenderlo, pese a los suspiros del que lee, que no ve la hora del colchón propio, pero entiende que es parte de esa máquina y no se termina hasta que ya no se vuelve atrás.

Y la tele se retrocede y se ve mil veces a ese príncipe llegar al castillo y el juego de mesa se reinicia hasta que el dado regale el seis furtivo, y sea ella la que gane, porque quién maneja la máquina del tiempo, maneja todo, incluyendo las victorias.

Recuerdo el día que se me estropeó la máquina. Estaba en la casa de mi abuelo y, con ese asombro tan serio que solo nos presta la infancia, encontré una mariposa aleteando con los últimos desganos en el cuarto escalón de la escalera infinita que daba hacia la terraza. Que esa maravilla inalcanzable ahora aceptara dócilmente mis manoseos era un raro milagro que juzgué correcto compensar con agua azucarada y una caja de fósforos como cama.

A la hora, la mariposa estaba muerta. Y no hubo marcha atrás y el tiempo se tuvo que acostumbrar a correr solo para adelante, inaugurado con mis lágrimas amargas de impotencia y desconcierto. Después volvieron esas meriendas enfriadas a fuerza de quejas o los juegos gentilmente entregados por los adultos para evitar cataclismos, pero ya era tarde. Ya el pasado estaba vedado y el futuro era el único sendero. El presente era apenas el tiempo para entender esto.

Sé que no hay máquina sin fecha de vencimiento y sé que tarde o temprano a todos nos llega la mariposa que viene a morir en nuestras manos, pero uno, que ahora solo visita el pasado con las manchas del recuerdo, lo recuerda como un momento cruel. Tal vez por eso el esfuerzo en remendarle la máquina del tiempo a mi hija, en aceitarle los tornillos y las juntas, aún a costa de perder en el juego de la Oca.

Porque esos minutos que, de pronto, le van a caminar solo para adelante, se van a parecer mucho a los míos, que ya han llenado mil abismos en sus caídas.  Y los abismos, como los minutos, se acaban, solo para recordarnos que tenemos destino de mariposa.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Buenas noches



Heme aquí, temblando, como cada anochecer. Puedo escuchar a Helena acostando a Bianca. Mi momento se acerca. ¿Hay un tiempo prudencial para los ojos se acostumbren al horror? ¿Hay un momento en que lo oscuro no acelere los latidos? Temo que no.
Mi mujer me abraza, con la culpa de no poder en las mejillas. “Te espera” susurra, y yo intento el coraje con una sonrisa hueca.
Helena recibió la finca tras la muerte de su padre. Nada conocía entonces del pasado de mi esposa: ella había llegado a la ciudad escapando de su hogar y yo cuidé sus latidos en mi hostería. El amor fue inmediato, pese al pasado secreto. Fueron cuatro años de felicidad hasta que un abogado insistente pudo hallarla. “Su padre ha muerto” fueron las únicas palabras.
—Escapé porque me odiaba. Gritaba a toda hora que yo tendría que haber seguido el camino de mis hermanos —me dijo una noche, con las escrituras de la herencia sobre la mesa.
—No sabía que tenías hermanos.
—Trillizos. Ninguno llegó a cumplir los doce meses de vida. Yo era apenas mayor. Luego, mi madre murió. Quedé a cargo de Nana Judy, una inglesa que mi padre contrató para evitar verme el rostro. Ella cuidó de mí. Y cuando tuve la edad, escapé hasta llegar a tus manos. Me asusta regresar, aún sabiendo que su presencia ya no es una amenaza —agregó, mientras hacía dormir a Bianca, nuestra hija recién nacida.
Era otoño cuando nos instalamos en “La Azul”. La finca era extensa y bien cuidada.
La primera noche, Bianca no pudo dormir. La segunda, tampoco. A la tercera, comenzamos a preocuparnos. Intentamos todo, pero las noches eran una pesadilla para todos. Pasábamos horas al lado de su cuna, viendo como su sueño intranquilo se interrumpía con gritos repentinos y sacudidas violentas. A la tercera semana, decidimos irnos de ahí. Nuestra hija importaba más que cualquier herencia. Y esta decisión pareció invocar a Nana Judy.
La mujer llegó esa misma noche. Helena la abrazó con ternura, con el recuerdo de los años compartidos.
—Déjenme con su niña tres noches. Si no funciona, deberán irse sin mirar atrás.
El éxito fue absoluto. Bianca durmió sin sobresaltos cada una de las noches en las que Nana Judy veló por su sueño. Nuestra felicidad era absoluta. La cuarta noche, la mujer acostó a la niña en su cuna y nos hizo sentar a su lado. Nos entregó un pequeño frasco con un líquido negro en su interior.
—Pónganse estas gotas en los ojos, porque deben ver y aprender —ordenó, mientras apagaba las velas. Bianca comenzó a dormirse, con Nana Judy palmeando su espalda—. Existió en esta casa un ritual obsceno. Sus padres profesaban un culto que ordenaba sacrificios condenables —le dijo a Helena, desde la penumbra—. El final exigía cuatro almas inocentes para abrir una puerta que jamás debería abrirse. Aquí, donde estamos, los cráneos de sus hermanos fueron destrozadas con un mazo, sin dudas ni temblores. Pero llegado el momento, su padre no tuvo el corazón para hacer lo mismo con usted. Con un aullido, fue su propia esposa —su madre— quién intentó completar el rito, pero su padre usó el mazo contra ella y sangre corrupta arruinó la ceremonia.
Helena sollozó.
—Están llegando —se interrumpió la mujer. Con dureza, nos advirtió—: No se muevan, vean lo que vean.
Un sonido blando acompañó sus palabras. Con los ojos desbordados de terror, vimos como tres criaturas humanoides, tres engendros blancos y venosos, deformes, surgían desde los pies de la cuna. Con torpeza, treparon por las sábanas hacia nuestra hija, agitando sus garras diminutas. Carecían de ojos —qué horror ver esos agujeros negros infinitos— y las bocas sin dientes se abrían y cerraban como las de los peces. Helena apretó mi mano con toda su fuerza, convulsionada por el pánico.
Nana Judy comenzó a cantar. Los fetos ya estaban cerca del rostro de Bianca, que se movía incómoda. Podíamos ver cómo le succionaban los brazos, hambrientos, mientras soltaban unos berridos acuosos. Pero la canción de cuna los serenó. Poco a poco, las abominaciones se acurrucaron junto a nuestra hija y, con gorjeos leves, se quedaron dormidas. Helena se deshacía en lágrimas y yo no podía articular palabra alguna. Nana Judy miró a su antigua protegida con tristeza.
—Tus hermanos, niña Helena. Olvidados, heridos, furiosos. Pero aún bebés que necesitan afecto. Y dormir. Hoy tampoco van a molestar a Bianca.
—Pero ¿por qué ella? —mencioné tartamudeando.
—Está llena de vida. El ritual no se completó y quedaron en medio de planos, condenados. Buscan vivir. Quieren volver. Son inofensivos, pero son la llave para que otros seres los sigan, seres que no deberían asomarse hacia este lado. Bianca los hizo volver a saborear la luz de la existencia y ahora tienen sed. Por eso volví. Deben proteger a su hija. Deben hacerlos dormir cada noche.
—¿No puedes quedarte? Podrías vivir aquí —preguntó Helena. Pero de pronto, ahogó un grito al ver a Nana Judy. La frente de la mujer se hundió, mientras un ojo explotaba en sangre.
—Su padre se arrepintió de no terminar el rito. Por eso se suicidó, porque sabía que eso sería suficiente para que usted regresara a esta casa, con su niña. La que podría abrir el portal. Pero, antes de matarse, se ocupó de todo el personal de la casa —y se acomodó los cabellos ensangrentados al decirlo—. Pero pude volver a enseñarles la canción que duerme a estos angelitos. Ahora puedo descansar.
Se levantó y, con una reverencia, desapareció ante nuestros ojos.
Seis meses pasaron desde esa noche, seis meses viendo a mi hija dormir junto a esas abominaciones blandas y estoy agotado. Se ven mis huesos a través de la piel. Helena ha perdido parte de su cabello. Tal vez esta noche no les cante. Tal vez, esta noche los deje llegar y abrir la puerta. Y que todo se acabe. Para siempre.