domingo, 28 de junio de 2020

Tomo 4




—Vos mirá bien. Después te explico —me susurró Gaspar mientras atendía al viejo. Yo me quedé revolviendo unos libros insustanciales a distancia prudente y paré la oreja, porque el tipo pagaba sin ese esfuerzo por ocultar la emoción que tienen los que buscan descuentos.
—Usted no sabe lo que yo busqué este libro, señor —decía el tipo mientras le guiñaba, de pura alegría, un ojo al librero y sopesaba el tomo cuatro de “El tesoro de la juventud” como si fuera un lingote de oro—. ¡Mirá, Alicia! ¡Mirá! ¡El tomo cuatro!
—Bueno, viejo, ¿viste que se conseguía, al final? Ahora la tenés completa —le respondió una señora de carita redonda y ojos de mantis religiosa, merced a unos anteojos descomunales, mientras repasaba una revista de bordado del tiempo de ñaupa.
—¡Veinte tomos! Completa la tenía. Completa —siguió el viejo, con una satisfacción que me hizo sonreír hasta a mí, que soy medio arisco para la ternura—. Y en una mudanza… vio que en las mudanzas desaparecen cosas. Bueno. El tomo cuatro. Andá a saber dónde quedó. Usted me va a entender porque usted vende libros.
—Dejalo tranquilo al señor, Ernesto. Que el señor venda libros nos significa que tenga esa obsesión que tenés vos con esa enciclopedia. Dale, pagá y vamos a casa que está refrescando.
Y ahí se fueron del brazo. El viejo como un chico y ella, lazarillo entre las mesas de saldos.
Gaspar acomodó los billetes y liquidó lo que le quedaba de un cortado que le habían traído como hace una hora.
—¿’Tás apurado? ¿Te quedás un rato más?
—Imposible, Gaspar. Tengo que pasar a buscar a los pibes por lo de la madre.
—Ah, claro, es jueves. Bue, vos te lo perdés. ¿Viste la viejita de anteojos? En hora, hora y media, la tengo acá de vuelta y me vende el tomo cuatro de nuevo. Y mañana vuelve el viejo y lo compra otra vez. Y así. Hace como seis meses que estamos con esto. Todos los santos días.
—¿Me estás jodiendo? ¿En serio?
—Por mi vieja te lo juro. Para mí es negocio. Lo compro por diez, lo vendo por quince.
Yo sabía que el único dios de Gaspar era la billetera pero eso me hizo enojar. En su defensa, Gaspar apuró las razones.
—Pará que yo le ofrecí a la señora hacer esto ad honorem pero ella dice que no, que está bien así, que es lo justo, que por las molestias. Que cómo voy a hacer esto gratis si tengo que soportarlos todos los días como si fuera la primera vez.
Me acomodé en el taburete miserable que tiene Gaspar al costado de la caja. No me podía ir sin saber el final de la historia.
—Parece que el viejo tiene algo en la memoria. Capaz que es Alzheimer o algo así, pero leve, porque vos fijate que se acuerda que perdió el libro en una mudanza y que tiene esa enciclopedia desde chico. Mi cuñado me dijo que a los viejos, lo primero que se les va es la memoria reciente. Como los peces, ¿viste? Cuestión que vos viste la felicidad del hombre cuando encuentra ese libro. Es el mejor momento del día para él, me dijo la esposa. Y la señora, que es bien despierta, hace eso. Le regala el mejor momento del día a su marido, todos los días. Y el viejo viene, paga, lee un ratito y después la señora vuelve, me vende el libro y vuelta a empezar.
Me quedé callado. Que lo parió. Ojalá cuando esté hecho pelota, tenga una mujer al lado que me quiera tanto.
—Viste qué ternura, ¿no? Divina la vieja. Y él, un maestro.
—Hermosos, la verdad. Quién pudiera. Y él, maestro… ¿Por qué?
Gaspar atendió a una señora que le pidió algo sobre constelaciones familiares antes de responder. Se me acercó y me dijo en voz baja, como hacen los que violan secretos:
—El viejo sabe. Por eso me guiña el ojo cada vez que compra. Como que un día se le unieron los cables y ahora sabe. Pero no dice ni mú. Él mismo me lo dijo: “Lo único que le puedo dar a mi señora a esta altura del partido, es la alegría de que sienta que está haciendo algo bueno por mí. Mirá si se lo voy a quitar”. Y viene y compra con carita de asombro y me guiña el ojito, porque somos como cómplices en esto. Tomá. ¿Qué me contás?
Un pelilargo preguntando por un libro viejo de Galeano me salvó de responder. Porque si Gaspar me escuchaba como tenía la voz en ese momento, medio como un dique, me iba a gastar toda la vida. Gracias, Galeano. Anotate otro poroto.

miércoles, 27 de mayo de 2020

La nueva normalidad en la literatura




Barbijito Rojo

Érase una vez una hermosa niña que llevaba siempre un barbijo rojo para protegerse. Por ese motivo, todos en el pueblo la conocían como Barbijito Rojo.
Vivía con su madre en una cabaña en el medio del bosque. Un día su mamá le dijo:
—Hija mía, recién intenté hacer un Zoom con tu abuelita y fue imposible. Se le ponía el micrófono en mute, no entendía dónde estaba la cámara y se le cortaba todo. Ella es más de la época del mIRC. Necesito que saques mañana un permiso de circulación y le lleves comida y alcohol en gel.
—Oh… ¿Mañana recién? ¿Por qué no hoy?
—Hoy no te toca salir.
Al día siguiente, Barbijito se puso su barbijo, una máscara de acetato, guantes de látex y cuando se disponía a salir, su madre le dijo: “Ten cuidado. Nada de toser delante de extraños porque son capaces de lapidarte y no tardes más de una hora entre ir y volver que las multas son terribles y no somos gente rica”.
Con estas indicaciones, Barbijito salió de su casa. Varios vecinos quisieron denunciarla, pero ella les mostraba el permiso y lograba calmarlos a medias. Se adentró en el bosque con su canasta. Estaba juntando flores, cuando escuchó una voz gruesa que la saludaba con cortesía. Era el lobo feroz, que le sonreía con una boca llena de dientes.
—Hola, Barbijito. ¡Qué linda canasta tienes!
—Hola, Lobo. No llevas barbijo así que te pido que mantengamos cierta distancia social.
El lobo se rio.
—¿Barbijo por una gripe? ¡Una estupidez!
—Deberías quedarte en tu cueva. No son tiempos para estar en el bosque.
—¡Los lobos necesitamos comer! ¡Es fácil decir “Quedate en la cueva” cuando siempre tienes pan en la mesa! Y hablando de pan, ¿Para quién es toda esa comida?
—Para mi abuela que no puede salir. No sabe hacer pan de masa madre, no tiene fuerza en los brazos para intentar ponerse una camiseta haciendo la vertical y piensa que Tik Tok es una golosina. Tengo que ayudarla.
—Siendo así, no te entretengo. Puedes tomar ese camino y recoger algunas flores para ...
—No. Tengo que ir y volver rápido antes de que se venza el permiso.
El lobo, furioso por ver que su truco no funcionó, tuvo que correr hasta la casa de la abuela. Entró por la fuerza y sin mediar palabra, se zampó a la abuela de un mordisco. Luego se puso sus ropas, su barbijo de macramé y sus lentes y se acostó en la cama. A los pocos minutos, escuchó los golpes de Barbijito en la puerta.
—¿Quién es? —dijo, simulando una voz aflautada.
—Soy yo, abuelita. Te traje golosinas, pan, fiambre, mucho papel higiénico y alcohol en gel.
—Oh, qué bien… Pasa, hijita. Ven y siéntate a mi lado y conversemos un rato.
—No. Te los dejo en la puerta. Sos grupo de riesgo. ¡Chau!
Y sin, más, Barbijito dio media vuelta y emprendió el camino a su casa, a la que llegó sin problemas y a toda marcha.
El lobo, desesperado, intentó saltar de la cama y correr hacia la puerta, pero respirar dentro del barbijo había empañado sus anteojos y se reventó la cara contra una pared. Al rato, y ya recuperado, pudo tomar la canasta y comer con voracidad las delicias que Barbijito había dejado.
Esto duró mucho tiempo, porque cada semana Barbijito renovaba los víveres y, como el lobo usaba barbijo y cofia y ella, máscaras incómodas, nunca jamás la niña lo reconoció.
Una pena, porque al Lobo le hubiera encantado mostrarle cuán grandes eran sus dientes, pero bueno, tan mal no la pasó tampoco. Si hasta tenía Netflix la vieja.