Barbijito Rojo
Érase una vez una hermosa niña que
llevaba siempre un barbijo rojo para protegerse. Por ese motivo, todos en el
pueblo la conocían como Barbijito Rojo.
Vivía con su madre en una cabaña
en el medio del bosque. Un día su mamá le dijo:
—Hija mía, recién intenté hacer un
Zoom con tu abuelita y fue imposible. Se le ponía el micrófono en mute, no
entendía dónde estaba la cámara y se le cortaba todo. Ella es más de la época
del mIRC. Necesito que saques mañana un permiso de circulación y le lleves
comida y alcohol en gel.
—Oh… ¿Mañana recién? ¿Por qué no
hoy?
—Hoy no te toca salir.
Al día siguiente, Barbijito se
puso su barbijo, una máscara de acetato, guantes de látex y cuando se disponía
a salir, su madre le dijo: “Ten cuidado. Nada de toser delante de extraños
porque son capaces de lapidarte y no tardes más de una hora entre ir y volver
que las multas son terribles y no somos gente rica”.
Con estas indicaciones, Barbijito salió
de su casa. Varios vecinos quisieron denunciarla, pero ella les mostraba el
permiso y lograba calmarlos a medias. Se adentró en el bosque con su canasta.
Estaba juntando flores, cuando escuchó una voz gruesa que la saludaba con
cortesía. Era el lobo feroz, que le sonreía con una boca llena de dientes.
—Hola, Barbijito. ¡Qué linda
canasta tienes!
—Hola, Lobo. No llevas barbijo así
que te pido que mantengamos cierta distancia social.
El lobo se rio.
—¿Barbijo por una gripe? ¡Una
estupidez!
—Deberías quedarte en tu cueva. No
son tiempos para estar en el bosque.
—¡Los lobos necesitamos comer! ¡Es
fácil decir “Quedate en la cueva” cuando siempre tienes pan en la mesa! Y
hablando de pan, ¿Para quién es toda esa comida?
—Para mi abuela que no puede
salir. No sabe hacer pan de masa madre, no tiene fuerza en los brazos para
intentar ponerse una camiseta haciendo la vertical y piensa que Tik Tok es una
golosina. Tengo que ayudarla.
—Siendo así, no te entretengo.
Puedes tomar ese camino y recoger algunas flores para ...
—No. Tengo que ir y volver rápido
antes de que se venza el permiso.
El lobo, furioso por ver que su
truco no funcionó, tuvo que correr hasta la casa de la abuela. Entró por la
fuerza y sin mediar palabra, se zampó a la abuela de un mordisco. Luego se puso
sus ropas, su barbijo de macramé y sus lentes y se acostó en la cama. A los
pocos minutos, escuchó los golpes de Barbijito en la puerta.
—¿Quién es? —dijo, simulando una
voz aflautada.
—Soy yo, abuelita. Te traje
golosinas, pan, fiambre, mucho papel higiénico y alcohol en gel.
—Oh, qué bien… Pasa, hijita. Ven y
siéntate a mi lado y conversemos un rato.
—No. Te los dejo en la puerta. Sos
grupo de riesgo. ¡Chau!
Y sin, más, Barbijito dio media
vuelta y emprendió el camino a su casa, a la que llegó sin problemas y a toda
marcha.
El lobo, desesperado, intentó
saltar de la cama y correr hacia la puerta, pero respirar dentro del barbijo
había empañado sus anteojos y se reventó la cara contra una pared. Al rato, y
ya recuperado, pudo tomar la canasta y comer con voracidad las delicias que
Barbijito había dejado.
Esto duró mucho tiempo, porque
cada semana Barbijito renovaba los víveres y, como el lobo usaba barbijo y
cofia y ella, máscaras incómodas, nunca jamás la niña lo reconoció.
Una pena, porque al Lobo le
hubiera encantado mostrarle cuán grandes eran sus dientes, pero bueno, tan mal
no la pasó tampoco. Si hasta tenía Netflix la vieja.