Heme aquí, temblando, como cada anochecer. Puedo
escuchar a Helena acostando a Bianca. Mi momento se acerca. ¿Hay un tiempo
prudencial para los ojos se acostumbren al horror? ¿Hay un momento en que lo
oscuro no acelere los latidos? Temo que no.
Mi mujer me abraza, con la culpa de no poder en las
mejillas. “Te espera” susurra, y yo intento el coraje con una sonrisa hueca.
Helena recibió la finca tras la muerte de su padre. Nada
conocía entonces del pasado de mi esposa: ella había llegado a la ciudad escapando
de su hogar y yo cuidé sus latidos en mi hostería. El amor fue inmediato, pese
al pasado secreto. Fueron cuatro años de felicidad hasta que un abogado
insistente pudo hallarla. “Su padre ha muerto” fueron las únicas palabras.
—Escapé porque me odiaba. Gritaba a toda hora que yo tendría
que haber seguido el camino de mis hermanos —me dijo una noche, con las
escrituras de la herencia sobre la mesa.
—No sabía que tenías hermanos.
—Trillizos. Ninguno llegó a cumplir los doce meses de
vida. Yo era apenas mayor. Luego, mi madre murió. Quedé a cargo de Nana Judy,
una inglesa que mi padre contrató para evitar verme el rostro. Ella cuidó de
mí. Y cuando tuve la edad, escapé hasta llegar a tus manos. Me asusta regresar,
aún sabiendo que su presencia ya no es una amenaza —agregó, mientras hacía
dormir a Bianca, nuestra hija recién nacida.
Era otoño cuando nos instalamos en “La Azul”. La finca
era extensa y bien cuidada.
La primera noche, Bianca no pudo dormir. La segunda,
tampoco. A la tercera, comenzamos a preocuparnos. Intentamos todo, pero las
noches eran una pesadilla para todos. Pasábamos horas al lado de su cuna,
viendo como su sueño intranquilo se interrumpía con gritos repentinos y
sacudidas violentas. A la tercera semana, decidimos irnos de ahí. Nuestra hija
importaba más que cualquier herencia. Y esta decisión pareció invocar a Nana
Judy.
La mujer llegó esa misma noche. Helena la abrazó con
ternura, con el recuerdo de los años compartidos.
—Déjenme con su niña tres noches. Si no funciona,
deberán irse sin mirar atrás.
El éxito fue absoluto. Bianca durmió sin sobresaltos
cada una de las noches en las que Nana Judy veló por su sueño. Nuestra
felicidad era absoluta. La cuarta noche, la mujer acostó a la niña en su cuna y
nos hizo sentar a su lado. Nos entregó un pequeño frasco con un líquido negro en
su interior.
—Pónganse estas gotas en los ojos, porque deben ver y
aprender —ordenó, mientras apagaba las velas. Bianca comenzó a dormirse, con
Nana Judy palmeando su espalda—. Existió en esta casa un ritual obsceno. Sus
padres profesaban un culto que ordenaba sacrificios condenables —le dijo a
Helena, desde la penumbra—. El final exigía cuatro almas inocentes para abrir una
puerta que jamás debería abrirse. Aquí, donde estamos, los cráneos de sus
hermanos fueron destrozadas con un mazo, sin dudas ni temblores. Pero llegado
el momento, su padre no tuvo el corazón para hacer lo mismo con usted. Con un
aullido, fue su propia esposa —su madre— quién intentó completar el rito, pero
su padre usó el mazo contra ella y sangre corrupta arruinó la ceremonia.
Helena sollozó.
—Están llegando —se interrumpió la mujer. Con dureza, nos
advirtió—: No se muevan, vean lo que vean.
Un sonido blando acompañó sus palabras. Con los ojos
desbordados de terror, vimos como tres criaturas humanoides, tres engendros
blancos y venosos, deformes, surgían desde los pies de la cuna. Con torpeza, treparon
por las sábanas hacia nuestra hija, agitando sus garras diminutas. Carecían de
ojos —qué horror ver esos agujeros negros infinitos— y las bocas sin dientes se
abrían y cerraban como las de los peces. Helena apretó mi mano con toda su
fuerza, convulsionada por el pánico.
Nana Judy comenzó a cantar. Los fetos ya estaban cerca
del rostro de Bianca, que se movía incómoda. Podíamos ver cómo le succionaban
los brazos, hambrientos, mientras soltaban unos berridos acuosos. Pero la canción
de cuna los serenó. Poco a poco, las abominaciones se acurrucaron junto a nuestra
hija y, con gorjeos leves, se quedaron dormidas. Helena se deshacía en lágrimas
y yo no podía articular palabra alguna. Nana Judy miró a su antigua protegida
con tristeza.
—Tus hermanos, niña Helena. Olvidados, heridos,
furiosos. Pero aún bebés que necesitan afecto. Y dormir. Hoy tampoco van a
molestar a Bianca.
—Pero ¿por qué ella? —mencioné tartamudeando.
—Está llena de vida. El ritual no se completó y
quedaron en medio de planos, condenados. Buscan vivir. Quieren volver. Son
inofensivos, pero son la llave para que otros seres los sigan, seres que no deberían
asomarse hacia este lado. Bianca los hizo volver a saborear la luz de la
existencia y ahora tienen sed. Por eso volví. Deben proteger a su hija. Deben hacerlos
dormir cada noche.
—¿No puedes quedarte? Podrías vivir aquí —preguntó
Helena. Pero de pronto, ahogó un grito al ver a Nana Judy. La frente de la
mujer se hundió, mientras un ojo explotaba en sangre.
—Su padre se arrepintió de no terminar el rito. Por
eso se suicidó, porque sabía que eso sería suficiente para que usted regresara
a esta casa, con su niña. La que podría abrir el portal. Pero, antes de
matarse, se ocupó de todo el personal de la casa —y se acomodó los cabellos
ensangrentados al decirlo—. Pero pude volver a enseñarles la canción que duerme
a estos angelitos. Ahora puedo descansar.
Se levantó y, con una reverencia, desapareció ante
nuestros ojos.
Seis meses pasaron desde esa noche, seis meses viendo
a mi hija dormir junto a esas abominaciones blandas y estoy agotado. Se ven mis
huesos a través de la piel. Helena ha perdido parte de su cabello. Tal vez esta
noche no les cante. Tal vez, esta noche los deje llegar y abrir la puerta. Y que
todo se acabe. Para siempre.
Enhorabuena por el cuento, Fernando. Has conseguido que un escalofrío recorriera toda mi espalda a medida que se acercaba el final. ¡Muy grande!
ResponderEliminarSaludos.
Gracias por tus palabras, Ramón. Muy amable.
EliminarAy pero qué miedo. Ahora cómo hago para irme a dormir!
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