El que
me avisó que el Gordo Guzmán andaba solo fue Rubén.
—Un
alma en pena, pobre. Una sombra. Para mí, se acabó lo que se daba. Vos sabés de
lo que estoy hablando. Natalia. Y bue, era medio cantado que eso no podía
durar. La bella y la bestia.
Aclaremos
algo: el gordo no es un monstruo. Es gordo, nomás. El tipo aprendió a los
ponchazos que lo que no entra por los ojos, entra por la oreja. Así que estudió,
se leyó todo lo que podía. Se preparó. Si vas y le preguntás cuántos chinos hay
en China, él te los dice con apellido y todo. Autos, ciencia, origami, música,
lo que quieras. El gordo lo sabe y si no lo sabe, te lo averigua.
Y, por
si faltaba algo, cocina como los dioses. Todos los jueves vamos a la casa y hace
unos ravioles caseros que ni mi abuela. Y te sirve buen vino, vinos que te das
cuenta que son caros. Nadie falta los jueves a la casa del gordo.
Yo sé
por qué Rubén me lo vino a decir a mí. Yo soy amigo del Gordo. Soy el más
amigo. Desde pibes. Así que, ante eso, lo pasé a ver por la inmobiliaria, y nos
tomamos un café. Sí, era cierto. Estaba hecho una piltrafa y se lo hice notar.
El Gordo cerró la puerta del despacho, juntó las manitos y me soltó la verdad:
—Se
acabó con Natalia. Cortamos.
Te
juro que se me llenaron los ojos de lágrimas. Parecían inseparables. Y yo sé
que el Gordo estaba feliz con ella. Se había sacado la lotería seis veces al
hilo con semejante minón.
¿Suena
exagerado? Es que no la conocés a Natalia. Es verla y enamorarse. Es hermosa. Hermosa
y buena mina, que es lo que importa. Todos fantaseábamos con que nos diera
bola. Morocha, pelo largo, ojos inmensos, y una boca onda Angelina Jolie. Te daba
un beso y te hacía un lifting.
Y semejante
mujer se enganchó con el gordo. La ley del embudo, como decía el petiso Mallo
de pura envidia. Tocaba el cielo el Gordo, estaba hecho un estúpido. Se
pellizcaba, se reía solo y se agarraba la cabeza.
Él
también suspiraba por Natalia. “Cero esperanzas” me decía, resignado. Pero los
milagros existen. Y fue en el cumpleaños de Noemí que Nati lo eligió al gordo
por sobre el resto de la raza humana.
Se
quedaron los dos en el balcón, conversando, muertos de frío, porque era agosto.
Pero ahí estaban.
A las dos
de la mañana, entraron con la cara azul. “Llegaste tarde, Guzmán, se acabaron
los sanguchitos” le gritaban algunos y hubo uno que se le animó al “Llegaron
los tortolitos”. Y lo que al principio fue carcajada, fue silencio repentino
porque Natalia levantó la mano y nos mostró que la tenía entrelazada con la del
Gordo. Y, por si quedaban dudas, lo agarró de las mejillas y lo inauguró con un
beso delante de todos.
Tres
meses estuvieron así, y que al cine, al teatro, a comer y de eso, el gordo sabe,
porque adora la comida. La llevó a lugares buenos, esos que te dan comida
vertical, no como el bodegón de Santucho, que si los mozos ven que no mordiste
el pan, lo ponen en la panera que sigue. Un asco ese lugar. Vamos seguido, se
come rico. Y es barato.
El
gordo, cuando le preguntábamos, no decía ni mú. A lo sumo un “nos estamos
conociendo” o un “Sí, divina, va todo bien” y listo. Un caballero. Pero yo, que
lo conozco, me di cuenta que algo andaba mal. Por eso, no me sorprendió lo del
corte.
El
jueves pasado fuimos a comer a la casa, como siempre. Era el primer jueves
desde que el Gordo y Natalia habían cortado, así que el ambiente no era el de
siempre. Guzmán no estaba bien. Lo que era claro era que el corazón lo podía
tener roto, pero el estómago lo tenía a prueba de balas. Tres platos de
ravioles se mandó. Y tomó vino. Él, que solamente toma agua.
Imaginate
como estaba: la nariz roja y las palabras patinosas. Y nosotros, mirá que
basura que somos, aprovechamos y lo atacamos en patota.
Rubén
fue el que dio el puntapié.
—Gordo,
¿ vos cómo andás?—le preguntó, tanteando el terreno.
—Estoy
bien, che. Estoy con amigos y comiendo ravioles. Y encima con este vinito que
es una golosina. Mirá el tiempo que estuve tirando guita en ustedes y me lo estaba
perdiendo.
—Dale,
somos nosotros, che. Decinos la verdad: ¿Por qué te largó Naty? ¿Qué le hiciste
a la pobre mina?
Al
gordo se le borró la sonrisa.
—Natalia
no me largó, muchachos.
—¿Cómo
que no te largó?
—La
corté yo —dijo conla voz seca.
Nos
miramos asombrados. Nadie largaba a Natalia. No era posible.
Tucho tomó
la posta.
—¿La
encontraste con otro, no? Si es así, yo te aplaudo. Porque cuando…
Guzmán
golpeó la mesa. Raro verlo así.
—Dejense
de joder. Lávense la boca antes de hablar mal de Natalia. No hubo ningún cuerno
ni nada raro. Fue otra cosa.
Nadie
dijo nada. Se cortaba el aire con un cuchillo. Pero el Gordo, que era generoso,
decidió terminar de soltar prenda.
—A esa
chica le destrozé el corazón. No saben lo que lloró cuando cortamos. Me prometió
que iba a cambiar, que le tuviera paciencia. Pero ya no tengo quince años y sé
que hay cosas que no cambian. Y no se puede estar forzando a la gente a que
deje de ser ella misma.
Se
mandó el resto de la copa y se sirvió un cuarto plato.
—Dale, gordo. ¿Qué puede tener esa mina, tan
terrible? Con ese lomo se le perdona todo —preguntó Tucho, que era básico,
pobrecito.
El
gordo pinchó tres ravioles juntos, y nos dijo:
—No le
gustaba comer.
—¿Qué?
¿Por eso es que…
—No le
gustaba comer. Nada. Y no es que estuviera a dieta, porque si hacés dieta, lo
primero que hacés es romperla. Cumplís dos días y cuando te pesás y ves que
bajaste veinte gramos miserables, mandás todo a cagar. No era eso. No le
gustaba comer. Para ella, comer es un trámite para seguir viva. La llevé a los
mejores lugares y pedía ensalada. Le preparé estos mismos ravioles. Tres me comió.
Al resto me los mareó con el tenedor durante todo el almuerzo. Nos quedamos el
sábado en casa para ver una película y no quiso comer pizza. Yo comí igual. Y
cada vez que agarraba una porción me preguntaba si realmente era necesario
comer otra más. La tendría que haber cortado antes, pero me podía, con esa sonrisa.
Pero hay un momento en que hay que decir basta. La iba a terminar odiando y no
tiene la culpa, pobrecita. Cada uno es como es.
Entonces,
el gordo pinchó cuatro ravioles más y se los metió en la boca. Éxtasis. La
sonrisa brillante de aceite. Los ojos cerrados. Ese hombre con su comida, era
feliz. Y me imaginé cómo sería mi vida
si a Paula no le gustara el cine y por la cara de Tucho, lo imaginé pensando
cómo sería su vida si Alicia le hiciera un escándalo cada vez que va a ver a
Chicago.
Entonces
lo entendí. Levanté mi copa.
—Hiciste
bien, Gordo.
Guzmán
me sonrió. Nos miró a todos, también sostuvo su copa y soltó un eructo que hizo
que la mesa se corriera un metro hacia la pared.
No
puedo imaginar mejor respuesta.
Autor: Fernando Ariel Carpena
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