miércoles, 15 de noviembre de 2017

Adiós, Natalia






El que me avisó que el Gordo Guzmán andaba solo fue Rubén.
—Un alma en pena, pobre. Una sombra. Para mí, se acabó lo que se daba. Vos sabés de lo que estoy hablando. Natalia. Y bue, era medio cantado que eso no podía durar. La bella y la bestia.
Aclaremos algo: el gordo no es un monstruo. Es gordo, nomás. El tipo aprendió a los ponchazos que lo que no entra por los ojos, entra por la oreja. Así que estudió, se leyó todo lo que podía. Se preparó. Si vas y le preguntás cuántos chinos hay en China, él te los dice con apellido y todo. Autos, ciencia, origami, música, lo que quieras. El gordo lo sabe y si no lo sabe, te lo averigua.
Y, por si faltaba algo, cocina como los dioses. Todos los jueves vamos a la casa y hace unos ravioles caseros que ni mi abuela. Y te sirve buen vino, vinos que te das cuenta que son caros. Nadie falta los jueves a la casa del gordo.
Yo sé por qué Rubén me lo vino a decir a mí. Yo soy amigo del Gordo. Soy el más amigo. Desde pibes. Así que, ante eso, lo pasé a ver por la inmobiliaria, y nos tomamos un café. Sí, era cierto. Estaba hecho una piltrafa y se lo hice notar. El Gordo cerró la puerta del despacho, juntó las manitos y me soltó la verdad:
—Se acabó con Natalia. Cortamos.
Te juro que se me llenaron los ojos de lágrimas. Parecían inseparables. Y yo sé que el Gordo estaba feliz con ella. Se había sacado la lotería seis veces al hilo con semejante minón.
¿Suena exagerado? Es que no la conocés a Natalia. Es verla y enamorarse. Es hermosa. Hermosa y buena mina, que es lo que importa. Todos fantaseábamos con que nos diera bola. Morocha, pelo largo, ojos inmensos, y una boca onda Angelina Jolie. Te daba un beso y te hacía un lifting.
Y semejante mujer se enganchó con el gordo. La ley del embudo, como decía el petiso Mallo de pura envidia. Tocaba el cielo el Gordo, estaba hecho un estúpido. Se pellizcaba, se reía solo y se agarraba la cabeza.
Él también suspiraba por Natalia. “Cero esperanzas” me decía, resignado. Pero los milagros existen. Y fue en el cumpleaños de Noemí que Nati lo eligió al gordo por sobre el resto de la raza humana.
Se quedaron los dos en el balcón, conversando, muertos de frío, porque era agosto. Pero ahí estaban.
A las dos de la mañana, entraron con la cara azul. “Llegaste tarde, Guzmán, se acabaron los sanguchitos” le gritaban algunos y hubo uno que se le animó al “Llegaron los tortolitos”. Y lo que al principio fue carcajada, fue silencio repentino porque Natalia levantó la mano y nos mostró que la tenía entrelazada con la del Gordo. Y, por si quedaban dudas, lo agarró de las mejillas y lo inauguró con un beso delante de todos.
Tres meses estuvieron así, y que al cine, al teatro, a comer y de eso, el gordo sabe, porque adora la comida. La llevó a lugares buenos, esos que te dan comida vertical, no como el bodegón de Santucho, que si los mozos ven que no mordiste el pan, lo ponen en la panera que sigue. Un asco ese lugar. Vamos seguido, se come rico. Y es barato.
El gordo, cuando le preguntábamos, no decía ni mú. A lo sumo un “nos estamos conociendo” o un “Sí, divina, va todo bien” y listo. Un caballero. Pero yo, que lo conozco, me di cuenta que algo andaba mal. Por eso, no me sorprendió lo del corte.
El jueves pasado fuimos a comer a la casa, como siempre. Era el primer jueves desde que el Gordo y Natalia habían cortado, así que el ambiente no era el de siempre. Guzmán no estaba bien. Lo que era claro era que el corazón lo podía tener roto, pero el estómago lo tenía a prueba de balas. Tres platos de ravioles se mandó. Y tomó vino. Él, que solamente toma agua.
Imaginate como estaba: la nariz roja y las palabras patinosas. Y nosotros, mirá que basura que somos, aprovechamos y lo atacamos en patota.
Rubén fue el que dio el puntapié.
—Gordo, ¿ vos cómo andás?—le preguntó, tanteando el terreno.
—Estoy bien, che. Estoy con amigos y comiendo ravioles. Y encima con este vinito que es una golosina. Mirá el tiempo que estuve tirando guita en ustedes y me lo estaba perdiendo.
—Dale, somos nosotros, che. Decinos la verdad: ¿Por qué te largó Naty? ¿Qué le hiciste a la pobre mina?
Al gordo se le borró la sonrisa.
—Natalia no me largó, muchachos.
—¿Cómo que no te largó?
—La corté yo —dijo conla voz seca.
Nos miramos asombrados. Nadie largaba a Natalia. No era posible.
Tucho tomó la posta.
—¿La encontraste con otro, no? Si es así, yo te aplaudo. Porque cuando…
Guzmán golpeó la mesa. Raro verlo así.
—Dejense de joder. Lávense la boca antes de hablar mal de Natalia. No hubo ningún cuerno ni nada raro. Fue otra cosa.
Nadie dijo nada. Se cortaba el aire con un cuchillo. Pero el Gordo, que era generoso, decidió terminar de soltar prenda.
—A esa chica le destrozé el corazón. No saben lo que lloró cuando cortamos. Me prometió que iba a cambiar, que le tuviera paciencia. Pero ya no tengo quince años y sé que hay cosas que no cambian. Y no se puede estar forzando a la gente a que deje de ser ella misma.
Se mandó el resto de la copa y se sirvió un cuarto plato.
—Dale,  gordo. ¿Qué puede tener esa mina, tan terrible? Con ese lomo se le perdona todo —preguntó Tucho, que era básico, pobrecito.
El gordo pinchó tres ravioles juntos, y nos dijo:
—No le gustaba comer.
—¿Qué? ¿Por eso es que…
—No le gustaba comer. Nada. Y no es que estuviera a dieta, porque si hacés dieta, lo primero que hacés es romperla. Cumplís dos días y cuando te pesás y ves que bajaste veinte gramos miserables, mandás todo a cagar. No era eso. No le gustaba comer. Para ella, comer es un trámite para seguir viva. La llevé a los mejores lugares y pedía ensalada. Le preparé estos mismos ravioles. Tres me comió. Al resto me los mareó con el tenedor durante todo el almuerzo. Nos quedamos el sábado en casa para ver una película y no quiso comer pizza. Yo comí igual. Y cada vez que agarraba una porción me preguntaba si realmente era necesario comer otra más. La tendría que haber cortado antes, pero me podía, con esa sonrisa. Pero hay un momento en que hay que decir basta. La iba a terminar odiando y no tiene la culpa, pobrecita. Cada uno es como es.
Entonces, el gordo pinchó cuatro ravioles más y se los metió en la boca. Éxtasis. La sonrisa brillante de aceite. Los ojos cerrados. Ese hombre con su comida, era feliz.  Y me imaginé cómo sería mi vida si a Paula no le gustara el cine y por la cara de Tucho, lo imaginé pensando cómo sería su vida si Alicia le hiciera un escándalo cada vez que va a ver a Chicago.
Entonces lo entendí. Levanté mi copa.
—Hiciste bien, Gordo.
Guzmán me sonrió. Nos miró a todos, también sostuvo su copa y soltó un eructo que hizo que la mesa se corriera un metro hacia la pared.
No puedo imaginar mejor respuesta.

Autor: Fernando Ariel Carpena

No hay comentarios:

Publicar un comentario