USADOS
(Por Fernando Carpena)
Escuchame bien: yo te entiendo el deseo de
estrenar, la urgencia de inauguración, esa cosa de ser el del puntapié inicial.
Te lo entiendo, te juro. Mi viejo no podía leer el diario si alguien se lo
había leído antes. Algún resquemor le daría, como si con cada lectura
traicionera, les afanaran un gol a las noticias deportivas o le limpiaran la
sangre a la sección policiales.
Lo entiendo. En serio, lo entiendo. A mí
también me gustan los libros nuevos. Pero con el tiempo, mi estima por el usado
viene en aumento. Hay ciertos juegos y secretos en esos capítulos ajados que me
dan la sensación de estar aprovechando una buena oferta.
Uno no
compra nada más que un libro usado. Uno compra anotaciones al margen de manos
desconocidas, dedos marcados con grasa de churros, el olor parecido a la vainilla
del papel viejo, la herejía imperdonable de la esquina de la hoja doblada, la
mancha de café, la de té, la de mate; esas infusiones maravillosas que adoran
enfriarse al lado de un libro abierto.
Uno no
compra nada más que un libro usado, no señor. Uno compra los señaladores que
sobrevivieron a las requisas: un boleto de colectivo, el ticket del VEA en el
que vemos con horror que alguna vez la salsa de tomate costó dos pesos, la
promoción del circo mundial veinte artistas en escena y el globo de la muerte; la
servilleta de un bar.
Uno no compra nada más que un libro usado.
Nunca es solamente un libro. Uno compra lo que va a leer y a los que lo
leyeron. Compra una dedicatoria, ese gesto de amor garabateado, y compra el
misterio del que rodea con birome un párrafo y escribe al costado: “Excelente
para Carmen”. Y uno tiene que seguir al hombro de Don Quijote o de Alatriste o
de Cósimo Piovasco de Rondó o de Camilo Canegato o de Platero, que por más que
sea pequeño, peludo y suave tan blando por fuera que se diría todo de algodón, no
nos va a contar si Carmen supo alguna vez que había algo excelente para ella.
Compramos un libro usado y compramos un libro vivo,
un libro de repisas ajenas, un libro que viajó más que nosotros, que durmió en mesas
de luz, que se abrió bajo otros cielos, que fue la parte voladora en una pelea,
que sirvió de apoyavasos, de paciencia en salas de espera, de nivelador de
mesas, de escaleras para Playmobil, de olvido y de descanso.
Es en los puestos de libros donde ocurre una de
las formas más osadas del “estoy mirando”. Uno pasa y revuelve mientras los
libros, los nuevos y los viejos, nos miran con el corazón en pausa; ansiosos
los debutantes y amables los veteranos, los heridos de mil batallas, los que
esperan volver a ser mirados como por primera vez. Esperan como los viejos,
como los sabios, como el tango o el whisky, con la calma que trae saberse una
historia dentro de otra. Esperan por nosotros, por nuestras propias marcas, por
el trozo de jamón que se nos va a caer en la escena del crimen de Sherlock
Holmes. Esperan porque nos ven también ajados, con páginas sueltas, con
arreglos caseros, con palabras resaltadas, remendados, mirados, recontramirados...
y dedicados, a alguien o a algo.
Esperan porque los iguales se atraen y porque todos
somos, quien más, quien menos, libros usados deseosos de quien nos lea.
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