—¿Precisa
algo más la señora? Porque puedo quedarme todo el tiempo que necesite.
La
señora Zulema miró a Elvira con expresión aterrada, desviando apenas la mirada
del noticiero de la televisión, con la taza de té temblando en la mano derecha
y la boca seca de palabras. Era claro
que tal reacción no era de señora bien, pero hay momentos para cada cosa y
mostrarse desbordada por el terror le pareció, dadas las circunstancias, una
reacción aceptable.
Apenas
un día atrás, Elvira le interrumpió a la señora una partida de solitario en su
tablet para hacerle una pregunta. La patrona consideró que era de buen ver
demorar en darse cuenta de que alguien le hablaba. Contó mentalmente los
segundos. Diez. Tiempo suficiente. Se bajó los lentes dorados y miró a su
empleada.
—¿Qué
querés? ¿ya terminaste los baños?
—Sí,
señora. Lo que yo le quería pedir es si mañana podía llegar un poco más tarde
porque tengo al más chiquito enfermo y lo tengo que llevar al Posadas muy
temprano a sacar turno y el auto del Rubén no está andando muy bien y tenemos
que ir despacio. Entonces…
—Ay,
Elvira…¿justo mañana tiene que ser? Sofía vuelve del Sur mañana y le prometí
que le ibas a hacer pastel de papas. Y
vos sabés que Sofía ama tu pastel de papas. ¿No lo podés llevar pasado mañana a
tu chiquito? —y como le pareció que su tono al hablar se parecía demasiado a pedir
un favor, engrosó la voz y frunció el ceño—. No, Elvira, mañana te preciso acá
sea como sea, con lo que Sofía te adora.
La
mujer ensayó una solución. En otro momento, hubiera acatado, pero estaba la
salud de su hijo de por medio.
—Si
quiere le puedo dejar el pastel de papa listo hoy y mañana se calienta.
—¿Comida
recalentada, Elvira?¿En serio me estás hablando? ¿Hace cuanto que trabajás acá?
Sabés muy bien que acá, comida recalentada, no. Acá se hace la comida y se
come. Y lo que sobra, al tacho. No le va a pasar nada a tu nene porque tardes
un día. Mañana vení como siempre, recibimos a Sofía, le cocinás y después te
vas y hacés tus cosas. Podés salir más temprano incluso, así quedamos nada más
que la familia y podemos conversar tranquila.
—Si,
señora —dijo Elvira, con la barbilla temblequeante y se retiró. Zulema sonrió satisfecha
por la victoria moral. Se sintió poderosa. Hasta se preguntó si no era hora de un cambio.
Tal vez, el día siguiente fuera el último de Elvira en esa casa. Una mucama que
discutía no contribuía a la paz del hogar.
Al
día siguiente, temprano, Elvira estaba en la casa. La señora Zulema no le
regaló ni un “Buen día”. La miró con cierto desprecio, mientras golpeaba con el
dedo la esfera del reloj.
—Media
hora tarde.
—Perdón,
señora. Un problema con el auto. No se pudo evitar —respondió con un tono ajeno
e inusual, casi distraído. Zulema le sospechó cierto hartazgo en la voz. Iba a
tener que cortar de raíz eso.
Cuando
Sofía llegó, la comida estaba lista y humeante. La recién llegada abrazó a su
madre con fuerza y luego, le dio otro abrazo, igual de sostenido, a Elvira. Le divertía
abrazarla. Un poco por cariño auténtico y otro poco, por maldad inocente.
Elvira no estaba acostumbrada a las muestras de cariño y esos abrazos espontáneos
le generaban incomodidad. Y además, sabía con la certeza de los seres simples que
ese abrazo también buscaba provocar el escándalo y los celos en la patrona.
Pero esa vez, Sofía fue la sorprendida. Elvira respondió al abrazo. Incluso le
dio un beso sonoro en la mejilla y le sostuvo la cabeza con ambas manos.
El
almuerzo fue largo, matizado por las aventuras de Sofía en la Patagonia. Luego,
saturada de familia, la joven se metió en su habitación y la patrona se entregó
a la rutina del sofá. Una taza de té, un rato de noticiero y luego una siesta.
La
noticia llegó al mismo tiempo que Elvira al marco de la puerta.
—¿Precisa
algo más, señora? Porque puedo quedarme todo el tiempo que necesite —escuchó
que su empleada le decía con una voz ronca, dolida. Otra vez se demoró en
mirarla, pero esta vez era el terror y no las pautas sociales lo que le
movieron la conducta. No podía despegar la vista de la pantalla. La imagen del
auto destrozado en el Acceso Oeste,los cuerpos ensangrentados tomados en planos
cortos por las cámaras para placer del dios rating, los coches policiales. Y
Elvira en el pavimento, muerta, destrozada, con miles de vidrios en su rostro y
una cuenca del ojo vacía, nadando en un charco de sangre. Dentro del vehículo,
un hombre asomaba a través del parabrisas astillado, su marido, seguramente y
atrás, se adivinaba un niño que parecía dormido pero no.
La
patrona la miró con ojos desorbitados y Elvira se inclinó un poco a espiar si
el televisor la duplicaba. Se miró a sí
misma en la pantalla. Ya no tenía miedo. Ni necesidad de disimular. De su
rostro brotaron los ríos de sangre y los vidrios que se le habían ocultado en
la piel. Y su ojo derecho volvió a derramarse como clara de huevo por su
mejilla. Tres dientes cayeron al piso.
—Puedo
quedarme todo el tiempo que precise, señora. Años, incluso. Día y noche a su
lado, señora. Aunque preferiría irme. Mis hijos están solos y sería muy amable
de su parte si se encargara de que recibieran ayuda. No me puedo ocupar de
ellos como quisiera. Pero de usted sí me puedo ocupar. Para siempre.
Zulema
tardó un siglo en lograr las palabras.
—No…
no… yo me voy a ocupar, Elvira. Vaya nomás. Yo… me voy a ocupar…
Elvira
hizo una mueca que intentó ser una sonrisa, mientras los labios se le cruzaban
con tajos verticales.
—Gracias,
señora. Voy a estar atenta entonces. Gracias por todo.
Y dándose la
vuelta, fue hasta la puerta y salió, hacia el sol, hacia la luz.
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