Conocí
a Liliana en Buenos Aires hace varios años. Ella firmaba ejemplares de la Saga
de los Confines en la librería Galerna, del Shopping de Villa del Parque y yo,
cautivo ya de las Tierras Fértiles, me acercaba con temor y devoción hacia su
mesa. El temor no era infundado. Nadie que se hubiera despachado con semejante
épica podía vivir en el mismo suelo que el resto de los mortales.
Revoloteando
alrededor de la escritora, Antonio Santa Ana ordenaba filas de lectores,
saludaba conocidos y suspiraba, ya para esos tiempos, aliviado. La apuesta
demencial que había hecho por esa desconocida al darle un lugar en el Olimpo de
los consagrados había sido decorada con laureles.
Había
gente en la librería. Bastante gente. Fanáticos y simples curiosos. Era fácil
reconocer a los fánaticos: ojos bovinos, remeras negras de Tolkien o de
Terramar y sonrisas petrificadas. No podía culparlos. Yo mismo era uno de ellos
(aunque sin remera ad hoc). Yo mismo temblaba ante el encuetro ya cercano. Uno
más y me tocaba.
¿Qué
se le decía a alguien así? ¿Se la tuteaba? ¿Se la saludaba con un beso? ¿Había
que arrodillarse o mostrar cierta indiferencia para no hacerla sentir incómoda?
Es raro el trato con aquellos a quiénes admiramos. Atrás de mí, la fila era
larga y todos odiaban el privilegio de la nuca de adelante. Qué pena. Bodoc me
iba a despachar rápido. Con la cantidad de cosas que aún no se me ocurrían que
quería decirle…
Al
fin, mi turno. “Hola Liliana” y la respuesta fue una sonrisa luminosa, un
gracias por haber venido y el repentino desvanecimiento de la librería, del
shopping, de los fanáticos, de los ojos bovinos, de la fila a mis espaldas.
Solo quedábamos ella, una mesa, yo y el suelo. Y los dos estábamos sobre el mismo
suelo, Sin plataforma. Sin escalones. Sin desniveles.
“Gracias
por tan bellas letra, Liliana. Los días de la Sombra y los Días del Fuego los
leímos con mi esposa a la noche, en la cama, durante largo tiempo. Yo leía en
voz alta y ella me escuchaba hasta que llegaba el sueño”
El
gesto de ella ante esto fue de un placer absoluto. Estaba emocionada por
haberle permitido esa ventana de intimidad y se deshizo en agradecimientos por
eso.
Era
tan grato el momento que me esforcé en estirarlo. Al carajo los fans, al carajo
los que odiaban las nucas. No estaban. Rebusqué en la memoria como alargar la
magia.
“Sos
de Mendoza, Liliana. Nosotros estamos a punto de irnos a vivir allá. A San
Rafael”
Volvió
a sonreír. A ella tampoco le importaban los demás de la fila y, con el tiempo,
supe que esa era su magia. Le importaban todos, pero hacia sentir a cada uno
que era lo mejor que le estaba pasando en ese momento. Era una auténtica
hechicera.
“Te
va a encantar San Rafael. ¿Por qué vas para allá?”
Siguió
una explicación veloz acerca del cambio de hábitos, de la fuga del cemento, del
hartazgo citadino. Y llegó la frase que iba a dejar la respuesta abierta.
“Voy
a extrañar las medialunas de grasa. Allá no hay” le dije.
“Pero
hay raspaditas… y chatitas. Vas a ver que te van a gustar. Andá, probalas y
después me contás”.
Por
gentileza con el resto, rompí el conjuro. Me fui del lugar con dos libros
firmados y encandilado por la personalidad magnética y amable de Liliana Bodoc.
En esos tiempos, aún no sospechaba que iba a tener mi pasión actual por la
escritura, ni que diez años más tarde, iba a volver a encontrarme con Liliana
en un taller de escritura en Mendoza, ella repartiendo generosamente su
talento, junto a Marisa Perez Alonso, y yo sentado en un banco con una libreta
por estrenar. A la hora de las presentaciones, le recordé el episodio y le
dije:
—Creo,
Liliana, que mi participación en este taller obedece solo a poder responder a
la pregunta que nos quedó colgada diez años atrás. Y te digo : Sí. Me gustaron.
Las chatitas me gustaron.
Demás
está decir que el resto del taller le zumbé alrededor todo el tiempo,
absorbiendo parte de ese aura mágica que irradiaba.
Luego
vendrían un par de encuentros más y el placer de sus obras, y nuevas
dedicatorias en ejemplares y risas y consejos que tengo grabados en la piel.
No
voy a olvidar que tuve el privilegio de la coincidencia en espacio y en tiempo.
No me voy a olvidar que una novela no es una novelita. No me voy a olvidar del
extrañamiento ni de evitar las ocurrencias en la literatura ni toda la serie de
consejos que me dio.
Espero
ser digno, querida Liliana. Fue un honor haberte conocido. Buen viaje. Los de
acá, acá estaremos, regalando tus palabras al viento.